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LOS NIÑOS PERDIDOS

Todos los días la prensa mundial recoge historias desgarradoras, casi siempre con desenlaces trágicos, de seres humanos que intentan llegar a Europa desde el norte de África y desde las costas asiáticas que bordean el Mediterráneo.

Entre los desplazados que se embarcan en travesías temerarias hay miles de niños que mueren en ellas, especialmente ahogados en el mar. Las imágenes diarias de niños muertos que recalan en playas o arrecifes de uno y otro continente son tan dolorosas e impactantes que una sola debería ser suficiente para avergonzarnos por toda la eternidad de haber sido parte de la especie animal que hoy domina el planeta.

Pero entre los que huyen también hay muchos niños que alcanzan su objetivo y llegan a Europa. Los que corren con suerte tienen la compañía de sus padres o al menos de uno de ellos para empezar una nueva vida en un lugar lejano y distinto a su hogar. Sin embargo, un alto porcentaje de los refugiados menores de edad llegan solos y en esa condición se convierten en presas fáciles de traficantes de personas, redes de prostitución, negociantes de órganos o esclavistas contemporáneos. Solo durante el año 2015 la Oficina Europea de Policía (Europol) estimaba que había en este continente al menos 10.000 niños refugiados desaparecidos.

En América el flujo migratorio de los países del sur hacia el norte, en especial de las naciones más pobres hacia los Estados Unidos, también cuenta con un número importante de menores de edad cuyas historias de frustraciones y desgracias solo se llegan a conocer por referencias de los familiares que los empiezan a buscar un tiempo después de su partida, cuando no han dado señales de haber llegado con vida al otro lado de la frontera.

Pero también hay casos espeluznantes de niños perdidos en otros procesos migratorios de sus padres ya sea por conflictos armados, causas económicas o políticas, desastres naturales o graves conmociones sociales que se producen con frecuencia en zonas como Centroamérica, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. Aunque en estos casos “americanos” normalmente la difusión mediática es menor y las estadísticas son escasas, no podemos ignorar la realidad que toca a nuestras puertas cada día.

La obligación de quienes conformamos la sociedad frente a la tragedia de un niño no debe ni puede limitarse a la compasión, a la oración o a la caridad. De nada sirven las lágrimas, las plegarias y las limosnas si cada día siguen muriendo o desapareciendo niños por la perversa política migratoria de los gobiernos más poderosos frente a los refugiados, y por la abominable conducción política, social y económica de los gobiernos tercermundistas que provocan el éxodo masivo de sus ciudadanos.

La inacción y el silencio quizás podría dejarnos a salvo, pero nos hará cómplices. Levantar la voz, actuar, denunciar, acusar y demandar podría ponernos en riesgo, pero nos hará responsables por el bienestar, la salud, la educación y la vida de miles de niños.

Oscar Vela Descalzo

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UN HÉROE ENTRE NOSOTROS

Corría el año 1941 y el planeta vivía tiempos oscuros. El delirio de Hitler y de sus obsecuentes seguidores arrastraban a los países involucrados en la segunda guerra mundial al borde de su propia extinción. Apenas habían pasado veinte años desde que concluyó la primera gran guerra cuando Europa intentaba otra vez suicidarse.

 

Suecia, un país que mantenía intactas sus simpatías por la causa alemana, mostraba al mundo, de labios para afuera, una posición de neutralidad frente al conflicto, pero la realidad era que buena parte de su economía dependía de los minerales que vendía a Alemania. Ésa fue la razón principal por la que Hitler atacó a todos los países nórdicos menos a Suecia.

 

En este contexto, el diplomático Manuel Antonio Muñoz Borrero, cónsul ecuatoriano en Estocolmo desde 1931, fue ratificado en su cargo por el gobierno del presidente Carlos Alberto Arroyo del Río en septiembre de 1940.

 

Muñoz Borrero (Cuenca, 1891), fue un hombre cauto y circunspecto de notable inteligencia y don de gentes, pero por lo que se conoció años más tarde, entre sus principales virtudes sobresalieron la generosidad, la humildad y un arraigado sentido de solidaridad.

 

En 1941, en pleno conflicto mundial, Muñoz Borrero emitió más de un centenar de pasaportes en blanco para ayudar a salvar un grupo de judíos de origen polaco que debían ser transportados en barco hacia América portando documentos de identidad que acreditaran otra nacionalidad. El descubrimiento de los pasaportes por algún entuerto diplomático frustró el viaje de los judíos que habrían desaparecido más tarde en los campos de exterminio nazi, y también ocasionó la destitución de Muñoz Borrero del cargo de cónsul honorario del Ecuador.

 

Sin embargo la historia no acaba allí, pues el diplomático cesado al no tener un reemplazo nombrado por su país, ni recibir ninguna orden del gobierno sueco para separarse oficialmente de su cargo, mantuvo su despacho y siguió expidiendo pasaportes ecuatorianos a quienes los necesitaban. Así, entre 1942 y 1943, el depuesto cónsul extendió pasaportes a varios grupos de judíos, especialmente de origen polaco, alemán y holandés.

 

Se calcula que de los 263 judíos que recibieron pasaportes ecuatorianos emitidos por Muñoz Borrero, salvaron su vida 75. Por esta razón, en el año 2011, el Museo del Holocausto de Jerusalén, Yad Vashem, incluyó en la lista de “Justo entre las Naciones”, el reconocimiento más alto del Estado de Israel, al ex cónsul del Ecuador en Estocolmo. Hoy, el Centro de Recursos de Estudios sobre el Holocausto y Derechos Humanos, que funciona en el Colegio Einstein de Quito, también lleva el nombre de Manuel Antonio Muñoz Borrero.

Después de la guerra Muñoz Borrero no fue restituido a su cargo. Permaneció en Suecia hasta inicios de los años sesenta y murió en México en 1976. Nunca reveló a nadie, ni siquiera a sus familiares más íntimos, su heroica actuación para salvar la vida de varios judíos durante la segunda guerra mundial.

 

Oscar Vela Descalzo

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LAS VOCES DE LA TRAGEDIA

Las reacciones de los damnificados por el terremoto son diversas: algunos se han ido pero van a volver cuando la tierra se calme, otros se fueron con lo poco que tenían y no piensan regresar jamás, y una gran mayoría ha decidido quedarse.

Las voces de unos y otros recogen sin embargo sensaciones coincidentes, algunas normales en este tipo de catástrofes, otras verdaderamente curiosas. Por ejemplo, varias personas confirman que inmediatamente después del terremoto el tiempo pareció haberse detenido. Este fenómeno se potenció porque la oscuridad lo envolvió todo en el instante mismo del temblor. Entonces el pánico creció y los minutos se convirtieron en horas y las horas fueron como noches enteras. Hasta que al amanecer, por fin, se descubrió la verdadera dimensión de la tragedia.

Varias personas dicen que con la llegada del día el tiempo aceleró otra vez su paso. La realidad, espeluznante, les devolvió la conciencia. A partir de ese momento todo fueron prisas y desenfreno. El hallazgo de gente con vida fue una inyección de fortaleza en medio de la desgracia, pero cuando concluyeron oficialmente las labores de rescate y la maquinaria empezó la remoción de escombros, todos cayeron otra vez en ese estado de trance que suele seguir a los grandes desastres. Y luego el silencio se apoderó de las zonas afectadas y el tiempo se alteró nuevamente alargando de forma inexplicable las horas del día y extendiendo las noches hasta hacerlas interminables.

Las voces de la tragedia hoy tienen al miedo como compañero inseparable. Por las noches duermen a la intemperie bajo toldos improvisados, soportando el calor, la humedad y las nubes de mosquitos que los asedian. A veces también llegan las lluvias de temporada y se vuelve imposible conciliar el sueño. Pero a pesar de las circunstancias, los que conservan sus casas aún no quieren regresar a ellas. Durante el día todos son seres errantes en cuerpo y alma, son adultos y niños, son viejos y jóvenes, pero cuando oscurece vuelven a ser chicos, y el miedo los sorprende una vez más añorando quizás el abrazo protector de sus padres.

Pero a pesar del temor natural que les embarga y del tiempo que se ha ralentizado de forma incomprensible, sus voces se elevan para decirnos que están vivos. Y así, enteros y fortalecidos, nos reciben en sus pueblos con un maltrecho cartel escrito con letra patoja que dice: “Aquí nos quedamos. Este es nuestro hogar”.

Las voces de la tragedia reflejan en el presente la entereza de aquellos que, aunque lo han perdido todo, empiezan a levantarse. Son esas voces las que abren otra vez los comercios a pesar de que a su alrededor solo hay ruinas. Son esas voces las que atienden los pequeños restaurantes y fondas. Son esas voces las de los pescadores que se lanzan de nuevo al mar. Son esas voces las que agradecen la ayuda recibida, las que nos piden que no nos olvidemos de ellos, las que nos invitan a volver a sus pueblos para empezar juntos una nueva era.

 

Oscar Vela Descalzo

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ESTAS PALABRAS…

Estas palabras surgen desde el sombrío lugar al que todos hemos sido arrastrados en los últimos días. Allí reina todavía una calma inquietante, una deformación de la tristeza que nos resulta abrumadora, desconocida, insoportable, profundamente dolorosa.

Estas palabras nacen como un grito contenido por ese estruendo repentino, por la ondulación imposible que se produjo en las calles, por la avalancha incontenible de tumbados y paredes. Estas palabras brotan de los labios de las víctimas que, en un inicio, habrán pensado que era tan solo un mal sueño; y brotan en forma de lágrimas de los ojos que se abrieron para ver que todo a su alrededor había desaparecido, que allí donde segundos antes estaba concentrada su vida entera, ya no quedaban sino escombros, desolación, muerte y un silencio inexplicable.

Estas palabras se forman con el último aliento de los que se quedaron enganchados para siempre en esa pesadilla, de los que de pronto se hundieron en las tinieblas, alborotados por gritos propios y ajenos, cargado de dolor, angustia y miedo, hasta que, en algún lugar, descubrieron finalmente el sosiego.

Estas palabras han sido moldeadas por la tristeza, empapadas por el llanto que sobreviene con cada imagen, con cada testimonio, con cada frase de aliento, con cada pulso que vuelve a latir, con cada tumba que se clausura para siempre. Estas palabras recuerdan la vida que recorría esas calles irregulares, escuchan las distintas melodías que confluían en cada esquina, y congelan entre líneas las risas amplias y francas de su gente.

Estas palabras rescatan los momentos felices que pasamos en esos sitios que hoy son ruinas, recogen los olores y sabores de sus comidas, evocan la calidez y el desparpajo de su gente, la belleza rústica de sus playas, la tibieza única de sus mares… Estas palabras apenas alcanzan para agradecer a los que se han jugado la vida por otras vidas, para rescatar la generosidad y el sacrificio de todo un pueblo, para alentar la unión y la fortaleza que hemos demostrado ante la adversidad.

Estas palabras recuerdan lo exorbitante que puede ser el precio de la pobreza, lo frágiles que somos todos, pero en especial aquellos que viven en condiciones de miseria. Y ante esa miseria que hoy ha cobrado tantas vidas, que hoy ha marcado a sangre tantos destinos, estas palabras se erigen como un grito de protesta por todo lo que pudimos hacer y no hicimos, por lo que debíamos ahorrar y no ahorramos, por lo que habríamos evitado y no evitamos.

Estas palabras han sido arrancadas de un rincón en el que se ha acumulado toda la rabia posible, todas las preguntas que no tienen respuestas, todas las razones que no tienen sentido, todas las justificaciones de los que se muestran inocentes y todas las imputaciones de los verdaderos culpables.

Estas palabras no quieren más risas ladinas, no consienten más división, no aprueban otro despilfarro. Estas palabras solo anhelan que cese pronto el llanto y empiece la reconstrucción.

 

Oscar Vela Descalzo

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MORALISTAS

Hace algunos años los moralistas se manifestaban en atriles, balcones, púlpitos y también en medios de comunicación que les brindaban espacio para predicar virtudes propias o condenar actitudes ajenas. Hoy los tiempos han cambiado y en gran parte las homilías y las censuras públicas pasan por las redes sociales. Allí los moralistas contemporáneos tienen un lugar para atacar, ofender, sermonear o catequizar, y lo que es peor, ser escuchados o coreados por un número apreciable de personas.

 

Normalmente los moralistas están vinculados con algún credo o religión específicos, pero también suelen asociarse alrededor de tendencias o ideologías políticas. Bajo la sombra protectora que les brindan sus cofradías o partidos, enfilan baterías contra todo aquel que hubiera osado apartarse de la línea de comportamiento que ellos consideran es la correcta, y por tanto, la única y verdadera.

 

Ahora, hay moralistas de todo tipo: los más radicales tienen al mundo en zozobra con ataques terroristas y crímenes perpetrados en nombre de su fe. Otros que con el devenir de los siglos han moderado sus posturas todavía se dedican hoy a reforzar los dogmas más arcaicos sin remozar apenas su concepción del ser humano en la nueva era. En todo caso, por ese moralismo exacerbado, ninguno de ellos practica activamente en la actualidad las virtudes que les transmitieron siglos atrás sus profetas: amor, respeto, caridad, perdón, humildad, solo por poner unos pocos ejemplos.

 

En estratos diferentes algunos moralistas soliviantados que se venden en sus sociedades como guardianes del decoro exigen a las mujeres que cubran sus rostros y sus cuerpos para impedir que su virilidad pudiera traicionarlos ante tan sublime exposición de belleza. Mientras tanto, otros más serenos y reflexivos, meditabundos incluso, velan por nuestro buen vivir evitando el trasiego de líquidos espirituosos en esos domingos anodinos en que las pasiones de los ecuatorianos corren un serio riesgo de traspasar los límites normales de la decencia.

 

En estos tiempos modernos quedan aún algunos moralistas extremos que lapidan marías magdalenas en las plazas públicas o que asesinan homosexuales en verdaderas ferias del terror; pero también quedan esos que los apartan de sus familias o que los encierran en centros de tortura para “rehabilitarlos”; y, por supuesto, quedan aquellos que, imbuidos de la soberbia más escandalosa, envanecidos y presuntuosos, alegan que esas parejas formadas solo por hombres o solo por mujeres no pueden tener relaciones estables ni formar familias, ni amar a un niño ni educarlo como solo ellos, “los normales”, saben hacerlo… Y entonces me pregunto si después de que hay millones de niños que mueren de hambre o sed, que son abandonados, violados, prostituidos o esclavizados a diario, ¿todavía queda gente tan arrogante, tan inhumana, que llega a cuestionar el amor y la educación que otras personas “no tan normales como ellos” sí podrían dar a uno solo de esos niños?

 

Oscar Vela Descalzo

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LOS CLAROSCUROS DE VARGAS LLOSA

 

Mario Vargas Llosa, el laureado escritor peruano, acaba de alcanzar el octavo piso de una vida marcada en su mayor parte por los destellos luminosos que surgen del éxito y la fama, pero que, a momentos, también se ha desviado de curso cuando las turbulencias políticas y los entuertos de alcoba lo han arrastrado hacia zonas algo más sombrías.

Confieso que soy un gran admirador de una parte de su obra: mucho de lo que escribió al inicio y lo encumbró al boom (y a mí gracias a algunas de estas novelas, entre otras de la época, que me precipitaron a un viaje sin retorno hasta la maravillosa obsesión por la lectura), también algo de lo que hizo entremedias que incluye sus fabulosos ensayos, y un poco de lo que han sido sus últimos escarceos literarios.

Su vida privada me tiene sin cuidado, salvo en lo que atañe a aquella parte que se vio reflejada en esa irónica y deliciosa novela titulada ‘La tía Julia y el escribidor’, que devoré con entusiasmo en mi temprana adolescencia. Lamenté, eso sí, el último escándalo rosa en el que se vio envuelto (y de cuyo torbellino aún no ha logrado salir y me temo que no saldrá en mucho tiempo), pero no lo lamenté porque me hubiera importado el rompimiento de su larga relación anterior o por haber resentido, condenado o envidiado de algún modo su nueva conquista amorosa, sino porque precisamente fue él quien sacó a la luz de forma magistral y descarnada los vicios actuales de la información en ese grandioso ensayo titulado ‘La civilización del espectáculo’, y, para su desgracia, desde hace poco más de un año, el autor de tan magnífica obra ha sido uno de los principales protagonistas del trivial y bochornoso espectáculo de la prensa que se dedica a diario a enlodar a la gente con el chisme y el disparate.

En cuanto a lo literario, que es en realidad lo que interesa sobre un autor, me atrevo a opinar que el peso de su obra más importante está cargado hacia los primeros años de su quehacer como novelista con libros grandiosos como ‘La ciudad y los perros’, ‘La casa verde’ y ‘Conversación en la catedral’. También en esos años iniciales merece un lugar importante, en mi opinión, la irónica y divertidísima novela ‘Pantaleón y las visitadoras’.

‘La ciudad y los perros’, su ópera prima, fue mi primera lectura vargasllosiana. De ella salí tan conmovido que, durante mucho tiempo, a pesar de que no conocía el Perú, me convencí de que yo también había sido alumno del Colegio Militar Leoncio Prado, de que conocía a la perfección el Callao o Miraflores y que el Jaguar, Arana o el Poeta habían sido mis compañeros de aula. Uno de los fragmentos memorables de esta novela dice: “Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche.” Fue precisamente en esa época, gracias a esta novela y a otras lecturas de los miembros del boom latinoamericano, que caí en la maravillosa adicción a la lectura.

Tanto ‘La casa verde’ como ‘Conversación en la catedral’ llegaron a mis manos un poco más tarde. Quizás por esa razón las aprecié con mayor madurez, aunque ésta nunca resulte suficiente para comprender del todo obras de tanta hondura y complejidad. Más allá de la trama y los múltiples hilos conductores de las dos novelas, si algo logró conectarme con ellas, con cada una en su momento, fue la enmarañada arquitectura que caracteriza a esa época narrativa de Vargas Llosa, narrativa en la que el lector se ve atrapado desde el inicio por los tentáculos originados en varias historias y por cientos de piezas que, lentamente, con precisión y exactitud, con rigor y belleza, encuentran su lugar en el enorme rompecabezas que cada uno encierra entre sus páginas.

La novela ‘Conversación en la catedral’ tiene uno de los mejores inicios de las obras de Vargas Llosa: “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. El era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento.”

La producción literaria de Vargas Llosa durante los años ochenta, ya con el reconocimiento bien ganado por las obras referidas en las líneas precedentes inicia en un punto alto con ‘La guerra del fin del mundo’, novela también de estructura laberíntica (tanto o más que ‘La casa verde y ‘Conversación en la catedral’), que ha recibido innumerables elogios pero que, personalmente, no logró cautivarme como las anteriores quizás por la densidad que encontré en la trama central que recrea la masacre de Canudos en el Brasil durante la última parte del siglo XIX. A pesar de esta dificultad personal para entrar en aquella historia, su forma intrincada de narración, una vez más, me pareció realmente brillante.

Es probable que la cota más baja de la obra de Vargas Llosa se encuentre en el periodo comprendido entre 1994 y 1997, en el que aparecieron novelas como ‘Historia de Mayta’, ‘¿Quién mató a Palomino Molero?’, ‘Lituma en los Andes’ (Premio Planeta 1993), ‘Los cuadernos de don Rigoberto’, entre otras. Más allá de la consecución del Planeta por ‘Lituma en los Andes (algo que ya sabemos que no garantiza la calidad de una obra), ninguna de las novelas publicadas en estos años alcanzó los niveles estéticos ni el profundo viaje hacia la condición humana que sí había logrado con sus obras precedentes.

Aquello que se dice por ahí de que hay obras que superan tanto la expectativas que para los grandes maestros resultan una carga insuperable, ha sido en la literatura una máxima de cumplimiento regular. Pero, sin embargo, en la obra de Mario Vargas Llosa como novelista es posible encontrar dos etapas de picos elevados muy por encima del resto de su prolífica obra: la de sus inicios con las novelas ya descritas, y la que surgió en el año 2000 con la publicación de ‘La fiesta del chivo’.

Me atrevo a decir en estas líneas que ‘La fiesta del chivo’ ha sido una de las novelas cumbres del Nobel peruano. Ubicada en la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo, aquel tirano que gobernó a su país durante más de tres décadas recordadas especialmente por sus crímenes y sus perversiones, la novela relata en tres historias que discurren paralelas entre constantes saltos de tiempo y de espacio, los días aciagos de la dictadura del “chivo”, los excesos brutales del ejercicio del poder totalitario, y lo que sería en la historia la preparación, ejecución y el trágico desenlace de la víctima y de los victimarios.

Su participación activa en la política peruana pienso que le trajo a Vargas Llosa (le sucede a casi todos los políticos de paso) más problemas que satisfacciones. Y no me refiero necesariamente a la derrota que sufriría en la carrera presidencial frente a Alberto Fujimori en 1990, y tampoco a la persecución que sufrió en aquel régimen de rasgos totalitarios, sino a la distracción temporal que supuso para él, un escritor meticuloso y trabajador, entregado a fondo a la tarea literaria, dejar de lado su vocación y su verdadera pasión, para terminar enfangado en el lodazal de la política. De esa experiencia fallida (como aspirante a la presidencia del Perú), Vargas Llosa sacó material para su obra ‘El pez en el agua’, una suerte de memorias ensayísticas sobre su carrera política y la contienda con Fujimori.

La última etapa como novelista entre el año 2003 y 2016, ha sido más bien de altibajos. Novelas como ‘Las travesuras de la niña mala’, ‘El paraíso en la otra esquina’ o ‘El héroe discreto’, a pesar de su prosa limpia, trabajada con la precisión de un escribidor obsesivo, no llegaron a convertirse en grandes novelas, independientemente de que algunas de las historias allí recogidas y ciertos personajes que deambulan entre sus páginas, son bien logrados.

Su última obra ‘Cinco esquinas’, que recrea precisamente la asfixiante y corrupta época de Fujimori y Montesinos, a pesar de ser una novela ciertamente predecible, tiene la virtud de mantener al lector pegado a sus páginas, atrapado en una vorágine de intrigas y corruptelas, pero especialmente en una fascinante red de aventuras eróticas que evoca momentos elevados de su literatura.

Ahora, cuando debemos referirnos a los ensayos publicados y a su vastísima producción de artículos de prensa, los claroscuros de Vargas Llosa se atenúan casi hasta desaparecer. La solidez de pensamiento y la acidez de su crítica, su sublime interpretación de obras maestras y grandes personajes de la literatura, y su magnífica y refinada prosa, han logrado que estas obras resulten imprescindibles para un lector: ‘La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary’; ‘La verdad de las mentiras’, un análisis profundo sobre veinte y cinco piezas literarias de trascendencia universal; ‘La tentación de lo imposible’, ensayo magistral sobre ‘Los Miserables’ de Victor Hugo; ‘El viaje a la ficción’, estudio sobre Juan Carlos Onetti, el autor y la obra; y, ‘La civilización del espectáculo’, obra a la que ya me referí antes y que ha resultado ser una especie de boomerang vital, constituyen un acervo de enorme valor para la literatura.

El Vargas Llosa articulista de opinión ha sido quizá el más criticado por su posición política no alineada con algunos regímenes de la izquierda latinoamericana ni con las dictaduras del continente. Pero sus textos, al margen de ideologías y pugnas políticas con las que se puede estar sintonizado o en franco desacuerdo, son composiciones periodísticas de un extraordinario nivel intelectual.

Quienes no han leído su obra por razones políticas o antipatías personales, o tan solo lo han hecho en parte por los mismos motivos, se han perdido de uno de los autores más importantes de la literatura universal, autor con claroscuros como todos, pero con una obra que ha trascendido las fronteras del tiempo y del espacio como pocos.

Oscar Vela Descalzo

 

 

 

 

 

 

 

 

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NUEVOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

 

Los primeros campos de concentración que conoció la humanidad habrían sido creados por los rusos en el siglo XVIII para recluir a ciudadanos polacos rebeldes durante el llamado “reparto de Polonia”. Posteriormente el imperio británico también construyó varios campos en sus colonias africanas.

En América los primeros lugares de confinamiento y exterminación para seres humanos fueron los que organizó el criminal español Valeriano Weyler, un general de origen mallorquín enviado por su gobierno para aplacar la tardía corriente independentista que se expandía en la isla bajo inspiración de José Martí y Antonio Maceo. Para el efecto, una de sus primeras decisiones de Weyler fue la de conformar los campos de concentración rurales que tenían por objeto impedir que los campesinos cubanos se adhirieran a los rebeldes a lo largo de la isla. Los crímenes que se cometieron en aquellos campos fueron espantosos. La gente, entre ellos una parte importante de niños y mujeres, morían especialmente por hambre y por enfermedades, y a los hombres más fuertes se los desaparecía por temor a un amotinamiento. Se dice que en los campos cubanos de reconcentración, como los llamó el propio Weyler, entre 1896 y 1898, murieron más de cien mil personas.

Luego la historia conoció en el siglo XX los campos de exterminio más brutales: los Gulags de la Unión Soviética y los campos nazis de la segunda guerra mundial.

Hoy, en pleno siglo XXI, los campos de concentración siguen vigentes. Algunos permanecen ocultos en zonas bien camufladas por las dictaduras supervivientes. Allí se recluye a opositores y contradictores, a los no alineados con sus ideas oprobiosas, a los que de algún modo entrañan peligro para sus proyectos totalitarios. Pero también están los campos de confinamiento que se han creado para albergar a cientos de miles de refugiados en territorios como Turquía y Grecia. Estos campos son conocidos, aceptados y financiados por los estados más poderosos del planeta. Hace pocos días la Unión Europea en una decisión inhumana, aprobó el pago de seis mil millones de dólares a la Turquía del inefable Erdogan para que este país detenga y albergue en sus territorios a los refugiados, especialmente sirios, que intentan llegar a Europa en su éxodo desesperado por alejarse del horror del terrorismo fundamentalista de ISIS.

Las condiciones inhumanas de hacinamiento y hambre en esas prisiones masivas han sido ampliamente divulgadas, pero a nadie le importa. Tampoco se sabe con certeza cuál será el destino final que les espera a las víctimas de la miseria y del fanatismo religioso en las enormes prisiones creadas solo para ellos en Grecia y Turquía. Y es que el destino de esa gente les tiene sin cuidado a los más poderosos. Ellos prefieren cerrar sus fronteras y disfrutar de la paz que allí reina. Para eso precisamente han financiado los nuevos campos de concentración, para vivir tranquilos, lejos del peligro, mirando hacia otro lado.

 

Oscar Vela Descalzo

 

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AL FINAL DEL CUENTO…

Al final del cuento el jaguar de la región fue tan solo un avezado gatito de garras minúsculas cuya fragilidad quedó al descubierto cuando se le acabaron las reservas de víveres del callejón en el que se había apostado. Y le tocó salir entonces a la gran avenida, flaco y desorientado, chuchaqui y medio ciego por largas noches de farras, orgías y derroches, para buscar en los basureros las sobras que pudieran saciarlo; o mendigar a regañadientes, cabizbajo, alguna limosna a los transeúntes que antes rodeaban el callejón por temor al jaguar que supuestamente vivía allí, y que ahora pasaban de largo ante la imagen desvalida, patética y desaliñada de aquel pequeño minino.

 

Al final del cuento tampoco se produjo el milagro que venían anunciando los profetas entre aullidos y jaranas. El presunto prodigio resultó ser apenas un espejismo dorado, falsamente brillante; la holográfica promesa de un tesoro incalculable que aguardaba por los ávidos exploradores de la jungla que se habían dejado la vida en aquella aventura. Y cuando aquellos expedicionarios alcanzaron el lugar marcado con la X, encontraron los cofres del tesoro abiertos y vacíos, y solo en ese instante comprendieron que la inmensa riqueza había desaparecido, pero que les quedaba como consuelo la portentosa carretera que les había llevado con cierta comodidad hasta ese recóndito lugar de la selva.

 

Al final del cuento la Suiza de Latinoamérica no fue tal. Tiempo atrás había sido bautizada así por sus paisajes montañosos, por la gama de colores verdes de sus praderas y por las imponentes cumbres blancas de su cordillera. También había recibido tal apelativo por su maravilloso y aromático chocolate, pero sobre todo se ganó su mote por los precios exorbitantes del costo de la vida, comparable a los de Zúrich o Ginebra, a mucho orgullo… Pero resultó que, en el fondo, la tal Suiza no había sido una isla de paz como todos imaginaban, porque estaba repleta de unos seres de carácter furibundo que se la pasaban gritándose los unos a los otros, acusándose los otros a los unos, silenciándose entre pocos y muchos, atacándose entre los de antes y los de hoy por lo que iba a suceder mañana, hasta que alguno vino, vio y dijo: “esto no es lo que todos necesitamos”. Y se largó…

 

Al final, aquellos que nos habíamos convencido de que esta vez sí íbamos a cambiar, de que ahora sí nos íbamos a subir en el andarivel del progreso y la equidad, de que en esta ocasión sí levantaríamos vuelo y nos convertiríamos en el jaguar, en el milagro, en la isla de paz, en todo lo que ustedes (el resto del mundo) necesitan, llegamos a las últimas páginas salpicados de sangre, saliva e insultos; atrapados en una vorágine de venganzas, ataques, contraataques, despilfarros, señalamientos, burlas, vergüenzas; asaltados nuevamente por aquella sensación angustiosa de que continuamos sin rumbo, y de que los contadores de historias, a pura lengua, una vez más, habían logrado dormirnos con sus cuentos.

 

Oscar Vela Descalzo

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VERGÜENZA PROPIA

La trágica muerte de dos jóvenes argentinas en Montañita, además de entristecernos y de preocuparnos, nos debería avergonzar. Los índices de violencia en una sociedad, el incremento de la criminalidad, la inseguridad y el funcionamiento de los sistemas de justicia dependen de un complejo engranaje en el que todos, de una forma u otra, estamos inmersos.

 

A raíz de este suceso que por desgracia se repite a diario en todas las sociedades, ya sean estas del primer mundo o del último, se desató un espantoso vendaval de opiniones, cuestionamientos, desinformaciones y discusiones sobre un hecho que debía mantenerse en el ámbito de la justicia y de la información periodística, pero sobre todo en el del respeto irrestricto a la intimidad de las familias afectadas por el hecho.

 

La desconcertante e ilegítima actuación de las autoridades del Ministerio de Interior que expusieron al público, a cara descubierta, sin proceso legal alguno, a dos sospechosos de haber cometido el crimen, solo abrió sobre el caso un abanico de dudas y suspicacias que no le hacen ningún favor al país. ¿Acaso vivimos todavía la época bárbara de los juicios públicos en los que al final de la asamblea se ejecutaba a los condenados para satisfacción de la comuna sedienta de venganza?

 

Y cuando aún no nos reponíamos de la conmoción que nos ocasionó este hecho, además de la desafortunada actuación de ciertos funcionarios públicos, las redes sociales se vieron atascadas por un torbellino interminable de comentarios y debates moralistas sobre la ropa con la que las víctimas iban vestidas, o como se habrían comportado en tal o cual situación, o sobre la forma en que se expusieron ante el peligro… La avalancha de sandeces fue tan grande que recordé una vez más las palabras del escritor Umberto Eco, fallecido hace pocos días, cuando dijo: “las redes sociales dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”.

 

La verdad es que el escritor y pensador italiano tenía toda la razón, pero el ejercicio pleno de la libertad de expresión nos obliga a todos a mostrar tolerancia ante estas eventualidades, lo que no significa por supuesto que estemos impedidos de responder como se debe (como lo hicieron muchas personas sensibles en esos foros sociales) a toda esa caterva de ignorantes malsanos que, por encima del dolor tremendo de las familias de las víctimas, mancharon sus nombres con especulaciones y ficciones creadas en sus mentes inapetentes y lenguas dispendiosas.

 

La vida en sociedad nos exige cumplir con las mismas obligaciones que cada uno de nosotros aspira a gozar como derechos: si queremos que nos respeten, respetemos; si anhelamos la libertad, dejemos ser libres a los demás; si defendemos nuestra intimidad, luchemos también por la intimidad de los otros; si ansiamos un momento de silencio, hagamos silencio cuando alguien más lo necesita. Y si nos avergonzamos por acciones de terceros, que se sienta como una vergüenza propia por lo que pudimos hacer y no hicimos.

 

Oscar Vela Descalzo

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SOBRE GENIOS E INGENIOS

Cada vez que la Asamblea Nacional anuncia el tratamiento de un nuevo proyecto legal el país se estremece. El recuerdo de las explosivas leyes de herencia y plusvalía (que todavía rondan juntas y de la mano por los pasillos legislativos), de las últimas reformas constitucionales y de tantas normas polémicas, aún nos tienen en zozobra.

 

Entre los proyectos pendientes se encuentra el denominado pomposamente como “Código Orgánico de la Economía Social de los Conocimientos, Creatividad e Innovación”. Más allá de la grandilocuencia del título, el mencionado cuerpo legal no es más que una nueva ley de propiedad intelectual en la que se menoscaban (por no decir de una vez que se eliminan) los derechos de propiedad inmaterial de todas las personas naturales o jurídicas privadas, nacionales y extranjeras.

 

El mencionado cuerpo legal, denominado por ciertos legisladores como ‘Código de Ingenios’ y no por su título tan brillantemente concebido, en su parte preliminar declara al conocimiento como “un bien de interés público”. Esta mera enunciación por sí sola no traería mayores consecuencias pues el conocimiento es un concepto tan amplio como personalísimo del ser humano, y por más que alguien lo declare de interés público, mientras ese conocimiento se mantenga en la esfera interior de una persona nadie tiene acceso a él así como nadie tiene acceso a los pensamientos, a las ideas o a los sueños del ser humano. Sin embargo, el propio proyecto remata su verdadera intención confiscatoria restringiendo el ejercicio de los derechos de propiedad intelectual como “una excepción al interés público del conocimiento”.

 

Es decir, en adelante, cualquier persona que hubiera plasmado sus ideas, sus conocimientos o sus sueños bajo una de las modalidades protegida por el derecho de autor (por ejemplo obras literarias, pictóricas, software o música); o aquel que los hubiera materializado en alguna forma de la propiedad industrial tales como marcas, patentes, obtenciones vegetales, diseños o planos arquitectónicos, en el Ecuador ya no será el titular de su obra ni podrá ejercer sus derechos, ni beneficiarse de su creación o invención sino solamente de manera excepcional bajo las condiciones y regulaciones que le imponga el Estado.

 

Esta novísima concepción del ingenio, inspirada por algunos genios en las teorías marxistas del conocimiento universal del siglo XIX (nada que ver con la teoría de Sandra Correa), además de violar derechos fundamentales del ser humano, de contraponerse a todos los tratados internacionales y de eliminar de una vez por todas cualquier posibilidad de firmar un acuerdo comercial con la Unión Europea, aislará al Ecuador definitivamente del resto de naciones que protegen y respetan la propiedad intelectual, es decir, de todos los países con los que mantenemos relaciones comerciales y especialmente de los que recibimos inversión, dejándonos en una isla solitaria junto a Corea del Norte y, quizás, algún otro naufrago.

 

 

 

Oscar Vela Descalzo

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