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SOMOS UNA ALDEA

La aldea se alborotó una vez más. No se trató de un escándalo mayúsculo, tampoco de una rebelión ni de un alzamiento en armas, ni siquiera del desfalco grosero de las arcas fiscales o, peor aún, de una protesta contra el ignominioso abuso de niños o contra el machismo incorregible de la sociedad. Fue más bien un hecho cotidiano, uno de aquellos patrones que precisamente nos definen como aldea, algo así como la última trifulca en la cantina, el rompimiento amoroso de la pareja modelo, el embarazo prematuro de la reina de las fiestas patronales, el arribo del nuevo párroco o la salida de su antecesor, la exhibición de una muestra pictórica como signo inevitable del final de los tiempos…

Es indudable que la aldea ha crecido de forma desordenada invadiendo montes y valles, rellenando quebradas, tendiendo puentes, secando lechos y manantiales, arrasando bosques. Incluso se ha modernizado y se ha llenado de luces, de pavimento, de gigantes y lujosos edificios, de construcciones siderales, de ruido, mucho ruido; pero su sociedad en cambio no crece, no madura, no evoluciona, sigue siendo la misma sociedad que habitaba el casco colonial y sus calles aledañas hace casi cinco siglos, la misma gente que se pasaba y se pasa la vida detrás de una cortina, al interior de la plaza central o frente al portal de su casa comentando las incidencias del día o los percances de la noche, la misma gente que hoy se conecta con el celular o se comunica con un teclado por medio de una pantalla para que todos sepan que fulano de tal salió del armario, que la fulana sí ha sido una fulana o que zutano se encuentra en este preciso momento en el aeropuerto de Comala, en el baño de un hotel plagado de estrellas o en el restaurante más exclusivo de todo el universo. Esto es lo que se discute en la aldea, esto es lo que interesa…

Igual que ha sucedido desde hace siglos, en la aldea el forastero es una amenaza, el libertario es un pecador, el blasfemo será condenado por su boca y el artista nunca dejará de ser transgresor. Al ateísmo en la aldea se lo ve como la bandera del demonio, al agnosticismo como una profanación, a la diversidad sexual se la considera antinatural y aberrante, y al arte mundano como el padre de todos los vicios y fuente de todas las impurezas. Y es que en la aldea la fe no se vive, la fe se exhibe.

La libertad al interior de la aldea ha estado condicionada todo este tiempo por el statuo quo que determine la religión o por el que imponga el caudillo de turno. El laicismo aún no se consolida del todo en este enorme y pueril poblado.

Somos una aldea, sin duda, y por eso el respeto hacia los demás es todavía un concepto relativo que depende del temor reverencial, del interés particular o del miedo a la diferencia. Si anteponemos nuestras creencias, nuestra comodidad y nuestra propia satisfacción a cualquier derecho individual que invada el espacio de las demás personas, seguiremos siendo parte de una aldea estancada en el tiempo.

Oscar Vela Descalzo

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SIMÓN DICE…

En el popular juego infantil, Simón lleva la batuta de lo que los demás deben hacer. Simón dice que salten y todos saltan… Simón dice que bailen y todos bailan… En el Ecuador también hay un Simón que dice muchas cosas que provocan un efecto inmediato a pesar de que no se trata solo de un juego. Por ejemplo, si Simón escribe un artículo, lo leemos; si Simón destapa su buen humor, nos reímos; si Simón profundiza en un tema, lo comprendemos; Si Simón concluye que en un caso hubo corrupción, confiamos.

Simón Espinosa es por sobre todas las cosas un buen hombre, pero además es un connotado periodista, erudito y ensayista; un hombre de pluma severa y lapidaria dotada al mismo tiempo de un humor refinado. Hace algunos años mantuvimos una larga charla en la que reveló sus secretos de juventud, los que lo llevaron a separarse del sacerdocio por el amor hacia la mujer de toda su vida, los que más tarde lo condujeron por el camino de la opinión y la información, y también los que lo acercaron a la investigación de la corrupción, ese tumor canceroso que está matando a nuestro país.

Estos días he vuelto a escuchar esa entrevista en la que la voz de Simón cae implacable envuelta en una dicción clara y precisa, en especial cuando se refiere a la corrupción en el sector público a la que ha dedicado buena parte de sus últimos años. Al respecto afirmaba Simón: “La corrupción es parte de la sustancia de la que está hecha el ser humano. Se la puede combatir, pero nunca se la erradicará por completo”.

Sobre la libertad de expresión y la ausencia de reacción del pueblo frente a los excesos del poder, reflexionaba: “La definición de democracia dice que la autoridad nace del pueblo. Es por tanto el pueblo el que puede juzgar al poder, pero si a ese pueblo se lo adormece y se lo desinforma, si se censura la información que debe llegar a él, ya no podrá criticar ni levantar la voz. Eso es lo que hacen los tiranos cuando quieren perpetuarse en el poder”.

Aquella ocasión hablamos también de libros, algo inevitable cuando se charla con Simón Espinosa. El ‘Ulises’ de James Joyce, uno de sus libros favoritos, quizás su referencia literaria mayor, despierta en él la vocación del maestro generoso que no se cansa jamás de entregar su sabiduría a la distintas generaciones que lo han podido escuchar. “ Ulises es el viaje interior de un hombre (Leopold Bloom) que carga consigo todas sus miserias. Llegó a ser una obra tan conmovedora, tan crítica e impactante que la segunda edición fue quemada casi en su totalidad. Es que el ser humano no soporta que descubran lo que guarda en su interior”.

Durante los últimos días su nombre ha vuelto a copar los medios de comunicación por el vergonzoso juicio al que fue sometido junto con sus compañeros de la Comisión de Control Cívico de la Corrupción. A pesar de la tensión y de la humillación que sufrió, Simón dice que seguirá en la lucha, y nadie duda que así será, pues los que lo conocemos sabemos lo que vale su palabra.
Oscar Vela Descalzo

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LA CALLE

Las gestas más importantes de la historia política del mundo se han conseguido en la calle. Si nos remontarnos a las revoluciones famosas o a las grandes revueltas con las que se conquistaron derechos fundamentales del ser humano comprendemos lo poderosa que ha sido siempre su voz.

En la historia del Ecuador republicano hemos tenido infinidad de episodios heroicos con la calle como el principal escenario de lucha y conquista social. Allí surgieron líderes y cayeron tiranos, se rompieron cadenas, se aplacaron vergüenzas, se descubrieron mentiras, se doblegó a los déspotas, se destaparon cloacas inundadas de porquería. Allí se derramó la sangre de culpables e inocentes y se cometieron injusticias, ciertamente. Allí la libertad nació de un grito que nadie ha podido silenciar.

Más de una vez los gobernantes de turno subestimaron a la calle. Dijeron que eran pocos los que allí se convocaban, que eran voces sordas las que de ella surgían, que eran lágrimas falsas las que allí discurrían. Dijeron tantas tonterías que la calle los calló… No comprendieron nunca que puede haber mucha gente gritando detrás de las paredes sin provocar ningún efecto, pero que basta una sola voz en medio de la calle para levantar a todo un pueblo.

Durante los últimos tiempos la protesta social se trasladó a las autopistas tecnológicas y la gente abandonó la calle. El vértigo, la inmediatez y la comodidad reemplazaron las manifestaciones reales por rebeliones virtuales, en su gran mayoría insulsas, muchas de ellas anónimas, especulativas y tendenciosas, y, por tanto, poco creíbles y menos aún efectivas.

Sin embargo, el domingo anterior, frente a la información confusa y oscura que emitía el organismo de control electoral, frente a los festejos anticipados de un partido, frente a las sospechas y dudas que cayeron sobre las elecciones, la calle resurgió como un instrumento legítimo de protesta y reivindicación de derechos. Su reclamo, firme y altisonante, no se detuvo hasta que la autoridad emitió los resultados finales que confirmaban lo que habían anticipado días antes todos los conteos rápidos de votos: que el próximo presidente se elegirá en segunda vuelta.

En esta ocasión la calle hizo frente a las arbitrariedades e ilegalidades que se cernían sobre la elección. Ejerció presión y convocó a los actores a respetar la decisión popular. La oposición, que venía fragmentada desde siempre, se unió en ese espacio alrededor de un postulado: la democracia se ejerce con transparencia, respeto, tolerancia, diálogo y libertad.

Todos los gobernantes, los de hoy y los de mañana, deben entender que esa calle que alguna vez los encumbró, en el futuro bien los puede condenar. Los gobiernos que se desvían hacia la tiranía, que coartan las libertades, que auspician la ilegalidad y encubren la corrupción, cuando no son castigados a tiempo por la justicia, son juzgados por una calle que grita, hierve y contagia, una calle que cuando empieza a protestar, no se detiene.

Oscar Vela Descalzo

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SATANIZAR LAS UTILIDADES

La Asamblea parece haber entrado en la recta final de una delirante carrera por expedir leyes para evitar que cualquier sector productivo saque la cabeza en medio de la crisis. Esta maraña de normas estatistas, avasalladoras, abusivas, e híper controladoras, pretenden sobrevivir varias generaciones no por sus bondades o su beneficio común, sino por el artificioso carácter de “orgánicas” con el que se las ha bautizado para dificultar en el futuro su reforma o su derogatoria.

A la técnica legislativa del voto en plancha por sumisión se le ha sumado ahora el vértigo y el apuro por aprobar todo lo que propongan los jefes, sin importar si los efectos pudieran ser negativos para la economía de los ciudadanos, devastadores para el desempleo o fatales para la iniciativa privada.

Todos los sectores productivos han sufrido el acoso y derribo gubernamental a través de normas que pasaron por la formalidad de los alza manos de la Asamblea, y que limitaron sus negocios, les impusieron gravámenes excesivos, restringieron su campo de acción o redujeron sus ganancias. El sector financiero fue el primero, y luego le siguieron los medios de comunicación, las empresas publicitarias, los constructores, las inmobiliarias, los propietarios de bares y restaurantes, los importadores, la agroindustria, los exportadores, hasta que le llegó el turno del garrotazo a las empresas de medicina prepagada, y con ellas, a la salud pública y privada del país.

La factura de esta nueva insensatez, por supuesto, la pagaremos los ciudadanos que, por un lado veremos cómo se incrementan de forma desmedida las primas de nuestros seguros, mientras se restringen las coberturas y se disparan hacia arriba los deducibles de las pólizas; y por el otro, seremos testigos del colapso de la salud pública que hoy ya presta el IESS con enormes dificultades, y que mañana, con el incremento de las personas que volverán a los hospitales y a la asistencia pública, será simplemente caótico.

Y aunque ciertas autoridades se den volantines amenazando a las empresas privadas de medicina prepagada, el daño a los ciudadanos ya está hecho, pues nadie les podrá obligar a esas empresas a prestar un servicio privado perdiendo dinero o arriesgando capitales sin expectativas de ganancias, ni tampoco les podrán forzar a mantener contratos de servicios que cuentan con cláusulas de fuerza mayor y se rigen por la libre voluntad de los contratantes.

El desfinanciamiento irresponsable del IESS fue el punto de partida de este nuevo ataque a los ciudadanos, pero el golpe final lo ha puesto en todos los casos la obtusa pretensión de satanizar las utilidades que generan los sectores productivos privados.

Sin esas utilidades no será posible reactivar la economía, no habrá ingresos fiscales por vía de impuestos ni mejorará nunca la calidad de vida de la gente. Sin esas utilidades satanizadas por los genios de la obediencia, solo crecerá el desempleo, la pobreza y el descontento popular.

Oscar Vela Descalzo

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‘RECOVECOS DE LA HISTORIA’

 

La nueva edición del libro de Rodrigo Borja Cevallos, ‘Recovecos de la Historia’, ya se encuentra a disposición de los lectores. Cabe anotar que desde hace algunos años la obra estaba agotada y ahora, bajo el sello Dinediciones, el autor acaba de publicar esta quinta versión en la que se incorporan nuevas anécdotas y reflexiones sobre su larga carrera política y también sobre varios aspectos de su vida personal.

‘Recovecos de la historia’ es una obra amena y madura en la que Rodrigo Borja confiesa sus secretos personales y familiares, ciertas intimidades y aventuras de su infancia y su juventud, memorias de los avatares en la lucha política, los aspectos dulces y amargos del poder, relatos de primera mano sobre hechos trascendentes de la historia, y sobre todo, reflexiones, pensamientos, críticas, ambiciones y frustraciones de un personaje que decidió poner un punto final a su carrera política para entregarse por entero al seductor oficio de escribir.

En esta nueva edición se introduce, por ejemplo, la anécdota sobre un sorpresivo encuentro (sorpresivo solo para el ex presidente ecuatoriano), que mantuvo con el guerrillero de las FARC conocido como Raúl Reyes, y de la forma en que el autor del relato eludió una extraña invitación para asistir al campamento del grupo rebelde en la selva colombiana.

 

Otro hecho digno de ser leído es el que se titula: “La Sierra Maestra”, en el que narra la aventura de un grupo de estudiantes de derecho de la Universidad Central que estuvieron a pocos días de viajar a Cuba para enrolarse en el movimiento rebelde de Fidel Castro, refugiado en esos meses precisamente en las montañas para preparar el golpe final contra la dictadura de Batista. Esas páginas están cargadas del idealismo irracional de la juventud, pero también de las reflexiones posteriores sobre lo que habría sido el destino de aquellos estudiantes ecuatorianos que, por un inconveniente de última hora, no participaron en la revolución cubana.

Se incluye en la obra además, entre varios nuevos relatos, el que se refiere al repentino nombramiento que se le hiciera en el año 2007 como primer secretario general de Unasur, organismo regional creado en esos días por los jefes de Estado de los países sudamericanos además de los de Surinam y Guyana. Allí comenta el autor lo que fue su aceptación y los primeros contactos con algunos jefes de Estado, sus labores iniciales, y en especial, sus desavenencias y preocupaciones por el rumbo que se pretendía dar al nuevo organismo, y la decisión final de declinar su designación.

Por las páginas de esta obra pasan cientos de personajes que, para bien o para mal, han escrito una parte importante de la historia moderna de la humanidad. Pasan también por allí, de forma expresa o entre líneas, los totalitarismos, las ideologías, los conflictos bélicos, las nuevas tecnologías, el cambio climático, el azote de los populismos, reunidos todos en un cautivador catálogo de memorias y sucesos.

Oscar Vela Descalzo

 

 

 

 

 

 

 

 

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AL FINAL DEL CUENTO…

Al final del cuento el jaguar de la región fue tan solo un avezado gatito de garras minúsculas cuya fragilidad quedó al descubierto cuando se le acabaron las reservas de víveres del callejón en el que se había apostado. Y le tocó salir entonces a la gran avenida, flaco y desorientado, chuchaqui y medio ciego por largas noches de farras, orgías y derroches, para buscar en los basureros las sobras que pudieran saciarlo; o mendigar a regañadientes, cabizbajo, alguna limosna a los transeúntes que antes rodeaban el callejón por temor al jaguar que supuestamente vivía allí, y que ahora pasaban de largo ante la imagen desvalida, patética y desaliñada de aquel pequeño minino.

 

Al final del cuento tampoco se produjo el milagro que venían anunciando los profetas entre aullidos y jaranas. El presunto prodigio resultó ser apenas un espejismo dorado, falsamente brillante; la holográfica promesa de un tesoro incalculable que aguardaba por los ávidos exploradores de la jungla que se habían dejado la vida en aquella aventura. Y cuando aquellos expedicionarios alcanzaron el lugar marcado con la X, encontraron los cofres del tesoro abiertos y vacíos, y solo en ese instante comprendieron que la inmensa riqueza había desaparecido, pero que les quedaba como consuelo la portentosa carretera que les había llevado con cierta comodidad hasta ese recóndito lugar de la selva.

 

Al final del cuento la Suiza de Latinoamérica no fue tal. Tiempo atrás había sido bautizada así por sus paisajes montañosos, por la gama de colores verdes de sus praderas y por las imponentes cumbres blancas de su cordillera. También había recibido tal apelativo por su maravilloso y aromático chocolate, pero sobre todo se ganó su mote por los precios exorbitantes del costo de la vida, comparable a los de Zúrich o Ginebra, a mucho orgullo… Pero resultó que, en el fondo, la tal Suiza no había sido una isla de paz como todos imaginaban, porque estaba repleta de unos seres de carácter furibundo que se la pasaban gritándose los unos a los otros, acusándose los otros a los unos, silenciándose entre pocos y muchos, atacándose entre los de antes y los de hoy por lo que iba a suceder mañana, hasta que alguno vino, vio y dijo: “esto no es lo que todos necesitamos”. Y se largó…

 

Al final, aquellos que nos habíamos convencido de que esta vez sí íbamos a cambiar, de que ahora sí nos íbamos a subir en el andarivel del progreso y la equidad, de que en esta ocasión sí levantaríamos vuelo y nos convertiríamos en el jaguar, en el milagro, en la isla de paz, en todo lo que ustedes (el resto del mundo) necesitan, llegamos a las últimas páginas salpicados de sangre, saliva e insultos; atrapados en una vorágine de venganzas, ataques, contraataques, despilfarros, señalamientos, burlas, vergüenzas; asaltados nuevamente por aquella sensación angustiosa de que continuamos sin rumbo, y de que los contadores de historias, a pura lengua, una vez más, habían logrado dormirnos con sus cuentos.

 

Oscar Vela Descalzo

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ENTRE MACONDO Y COMALA

 

En este lado del planeta el realismo mágico no se acaba nunca. A pesar de los esfuerzos que se ha hecho por borrar este concepto, en especial en el ámbito literario, no ha sido posible hacerlo, pues forma parte de nuestra esencia, de nuestra integridad.

 

Desde la aislada Comala de Rulfo hasta el impredecible Macondo de García Márquez, han transcurrido varios decenios y una incalculable cantidad de episodios que confirman esta característica tan propia de estos parajes. Visto desde el lado poético algunas cosas pueden parecer efectivamente fantásticas, insólitas e incluso divertidas, pero otras solo sirven para mostrar al resto del planeta nuestro lado más triste.

 

La política latinoamericana, por ejemplo, es uno de los temas bochornosos que tenemos para exhibir ante el resto. Dejando de lado la historia independentista que copó en su gran mayoría el siglo XIX, y pasando por alto también el conflictivo siglo XX, en este nuevo milenio retomamos otra vez un penoso protagonismo por medio de los gobiernos identificados con la nueva e insustancial teoría del socialismo del siglo XXI, algo que no ha terminado de ser más que un club de amiguetes sin ideología definida que se dedicaron a organizar unas farras pantagruélicas y a desempolvar viejas consignas revolucionarias.

 

Este club se ha sostenido en el tiempo gracias al apoyo de distintas comparsas de saltimbanquis que hacen las delicias del público en tarimas, balcones y fiestas populares, y también, por supuesto, gracias al generoso y abundante aporte de los correspondientes erarios nacionales. Sus miembros son los que ofrecen al mundo de hoy las mejores muestras de que el realismo mágico aún sigue vivo. Así, por ejemplo, hemos sido testigos de la delirante historia en la que un muerto se convirtió en un pájaro azul parlante y gobernante, o la del tuerto que se transformó en ídolo de bronce para la adoración eterna de su club, o la de unos cuantos vivos que destaparon su caja de magia y multiplicaron sus fortunas personales mientras con su varita mágica desaparecían el dinero de las arcas estatales.

 

Hemos sido testigos también de los actos de ilusionismo más grandiosos del mundo, como por ejemplo aquel en el que se esfumaron de la noche a la mañana millones de barriles de petróleo, millones de rollos de papel higiénico o decenas de millones de litros de leche y víveres de la canasta básica, y de igual forma aparecieron un día los supermercados vacíos, desiertos e inmaculados; o aquel acto de prestidigitación en el que un monigote de cartón que representaba un borrego se convirtió ante los ojos atónitos de todos en un arma de destrucción masiva; o aquella ocasión en que un aplauso, un simple aplauso, se transformó súbitamente en un atroz e injustificable delito; o aquel truco escenográfico en el que un fiscal incómodo y avezado, se cambio en el escenario, delante del asombrado público, en un perverso y eficaz suicida.

 

Y es que el realismo mágico no se acaba nunca…

 

 

Oscar Vela Descalzo

 

 

 

 

 

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¿A QUÉ HUELEN LAS REFORMAS?

¿A QUÉ HUELEN LAS REFORMAS?

El olor que persigue a las últimas reformas constitucionales no está del todo identificado. Su rastro va dejando en el ambiente ciertos aromas confusos, algunos lejanos que llegan como descargas eléctricas desde la memoria, otros en cambio más recientes, plagados de matices y vahos locales en los que se puede reconocer las huellas odoríferas de ciertos tiranos del siglo anterior que se habrían sentido muy orgullosos con el resultado.

El tufillo en todo caso solo proviene inicialmente de “Las Reformas”, es decir, de aquellos cambios constitucionales que modificaron esencialmente la estructura del Estado. Esto se lo debemos a noventa y nueve brazos mecánicos que, en flagrante violación del procedimiento constitucional y en un gesto desafiante contra la mayoría de la población que pedía consulta popular, se levantaron y votaron a favor de las mismas.

“Las Reformas” que han dejado sus particulares notas pestilentes son: la reelección indefinida, la militarización de la sociedad, la comunicación como servicio público y las limitaciones a la potestad fiscalizadora de la Contraloría.

Pero para descubrir a qué huelen estas “Reformas”, primero debemos saber: ¿qué tienen ellas en común? Aunque no resulte fácil tratarlas como un paquete por los temas disímiles que tratan, hay algo que las vincula de forma notoria y es que las cuatro “Reformas” no solo que modifican la estructura del Estado, sino que erosionan peligrosamente los cimientos republicanos del Ecuador.

De hecho esta gran conquista de la revolución francesa (me refiero a la República), nació, según tratadistas como el doctor Rodrigo Borja (consultar su obra Enciclopedia de la Política), con seis características esenciales: la alternancia, la electividad de los gobernantes, la división de poderes, la imposición de límites jurídicos a la autoridad, la obligación de los gobernantes de rendir cuenta de sus actos y la publicidad de su gestión. Todas “Las Reformas” recientes afectan, vulneran o violan abiertamente una o más de las características indispensables al sistema republicano.

El antídoto para las monarquías hereditarias y para las dictaduras eternas ha sido históricamente la democracia como forma de gobierno y la República como sistema político. Las cuatro “Reformas” han destruido los cimientos de estos dos componentes del Estado, y han permitido que, desde sus cloacas, se filtren los distintos efluvios que ahora nos envuelven.

Por eso quizá percibimos en el aire ese olor rancio a monarquía europea, a pudrición caribeña y a descomposición bolivariana; o esos aromas más distantes, ácidos y nostálgicos, argentosos y cuprosos, a golpe militar de los setenta; o quizás olores más ibéricos, a jamón fermentado o a censura franquista; o, a lo mejor, es la fetidez del chivo viejo dominicano, o, simplemente, se trata de una hediondez que nunca antes habíamos descifrado, un olor desagradable que al parecer no conocíamos, la fetidez de la no República.

Oscar Vela Descalzo

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NOVELEROS Y EGOCENTRISTAS

NOVELEROS Y EGOCENTRISTAS

El Ecuador es un país plagado de noveleros y egocentristas. Más allá de las distintas acepciones de estas palabras, algunas que encajan muy bien con nuestra forma de ser tanto en lo individual como en lo social (fantasiosos, chismosos, caprichosos, soñadores, egoístas, acaparadores), ha sido en los políticos en donde mejor se han fijado tales características.

Los políticos ecuatorianos, salvo contadas excepciones, han actuado siempre al vaivén de sus intereses particulares o partidistas, y muy pocas veces lo han hecho con un verdadero sentido de servicio público, con un afán real por conseguir el bienestar común y con una dimensión cierta de justicia y equidad.

Si restingimos el análisis solamente a los legisladores de la República del Ecuador, encontraremos que desde 1830 hasta la actualidad se han redactado y aprobado veinte constituciones, es decir, una cada nueve años y poco más. A esto debemos añadir las decenas de procesos de reforma a las distintas cartas políticas que han regido el país.

Por otro lado, en materia legislativa legal el desempeño no ha sido mucho mejor pues somos expertos creadores de leyes para regular, controlar y reglamentar todas las actividades humanas conocidas y por conocerse. Obviamente, gracias a esta ansiedad mandatoria, prohibitiva y regulatoria de nuestros políticos, ninguna norma legal o constitucional ha sobrevivido en el tiempo sin que sus creadores hayan pensado en cambiarla, reformarla, revocarla o eludirla desde el instante mismo en que fue promulgada en el Registro Oficial.

Por supuesto que muchos de los políticos en su momento se habrán escudado con la clásica excusa del mediocre que confunde cantidad con calidad, y otros tantos habrán alegado (alegan aún), envueltos en un halo de suficiencia e inmortalidad, que sus actuaciones están sacramentadas y bendecidas por los más altos sentidos patrióticos… Todo esto, claro está, es pura paja. Los políticos ecuatorianos, salvo escasas y honrosas excepciones, marchan siempre al ritmo que les impone el caudillo de turno y al son de la melodía a la que más se ajustan sus gustos y habilidades particulares.

Así, con nula visión social y un escandaloso individualismo, se han redactado y aprobado la mayoría de leyes en el país. Así, congraciándose con el líder del momento, aspirando aunque sea a las sobras de los grandes banquetes palaciegos, se han elaborado una buena parte de las veinte constituciones que llevamos encima.

Así, despreocupados e indiferentes por el futuro de las nuevas generaciones, despelucados por la azarosa orgía del poder, imbuidos de toda la novelería que cabe en un niño con juguete nuevo, contagiados por la pandemia egocéntrica de su capitán, se ha redactado la reciente propuesta de reforma constitucional que alterará gravemente la estructura esencial del Estado, que pasará, a golpe brusco de timón, de una democracia alternativa, a convertirse en un híbrido impresentable de caducos tintes monárquicos.

Oscar Vela Descalzo

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