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SOMOS UNA ALDEA

La aldea se alborotó una vez más. No se trató de un escándalo mayúsculo, tampoco de una rebelión ni de un alzamiento en armas, ni siquiera del desfalco grosero de las arcas fiscales o, peor aún, de una protesta contra el ignominioso abuso de niños o contra el machismo incorregible de la sociedad. Fue más bien un hecho cotidiano, uno de aquellos patrones que precisamente nos definen como aldea, algo así como la última trifulca en la cantina, el rompimiento amoroso de la pareja modelo, el embarazo prematuro de la reina de las fiestas patronales, el arribo del nuevo párroco o la salida de su antecesor, la exhibición de una muestra pictórica como signo inevitable del final de los tiempos…

Es indudable que la aldea ha crecido de forma desordenada invadiendo montes y valles, rellenando quebradas, tendiendo puentes, secando lechos y manantiales, arrasando bosques. Incluso se ha modernizado y se ha llenado de luces, de pavimento, de gigantes y lujosos edificios, de construcciones siderales, de ruido, mucho ruido; pero su sociedad en cambio no crece, no madura, no evoluciona, sigue siendo la misma sociedad que habitaba el casco colonial y sus calles aledañas hace casi cinco siglos, la misma gente que se pasaba y se pasa la vida detrás de una cortina, al interior de la plaza central o frente al portal de su casa comentando las incidencias del día o los percances de la noche, la misma gente que hoy se conecta con el celular o se comunica con un teclado por medio de una pantalla para que todos sepan que fulano de tal salió del armario, que la fulana sí ha sido una fulana o que zutano se encuentra en este preciso momento en el aeropuerto de Comala, en el baño de un hotel plagado de estrellas o en el restaurante más exclusivo de todo el universo. Esto es lo que se discute en la aldea, esto es lo que interesa…

Igual que ha sucedido desde hace siglos, en la aldea el forastero es una amenaza, el libertario es un pecador, el blasfemo será condenado por su boca y el artista nunca dejará de ser transgresor. Al ateísmo en la aldea se lo ve como la bandera del demonio, al agnosticismo como una profanación, a la diversidad sexual se la considera antinatural y aberrante, y al arte mundano como el padre de todos los vicios y fuente de todas las impurezas. Y es que en la aldea la fe no se vive, la fe se exhibe.

La libertad al interior de la aldea ha estado condicionada todo este tiempo por el statuo quo que determine la religión o por el que imponga el caudillo de turno. El laicismo aún no se consolida del todo en este enorme y pueril poblado.

Somos una aldea, sin duda, y por eso el respeto hacia los demás es todavía un concepto relativo que depende del temor reverencial, del interés particular o del miedo a la diferencia. Si anteponemos nuestras creencias, nuestra comodidad y nuestra propia satisfacción a cualquier derecho individual que invada el espacio de las demás personas, seguiremos siendo parte de una aldea estancada en el tiempo.

Oscar Vela Descalzo

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LA CALLE

Las gestas más importantes de la historia política del mundo se han conseguido en la calle. Si nos remontarnos a las revoluciones famosas o a las grandes revueltas con las que se conquistaron derechos fundamentales del ser humano comprendemos lo poderosa que ha sido siempre su voz.

En la historia del Ecuador republicano hemos tenido infinidad de episodios heroicos con la calle como el principal escenario de lucha y conquista social. Allí surgieron líderes y cayeron tiranos, se rompieron cadenas, se aplacaron vergüenzas, se descubrieron mentiras, se doblegó a los déspotas, se destaparon cloacas inundadas de porquería. Allí se derramó la sangre de culpables e inocentes y se cometieron injusticias, ciertamente. Allí la libertad nació de un grito que nadie ha podido silenciar.

Más de una vez los gobernantes de turno subestimaron a la calle. Dijeron que eran pocos los que allí se convocaban, que eran voces sordas las que de ella surgían, que eran lágrimas falsas las que allí discurrían. Dijeron tantas tonterías que la calle los calló… No comprendieron nunca que puede haber mucha gente gritando detrás de las paredes sin provocar ningún efecto, pero que basta una sola voz en medio de la calle para levantar a todo un pueblo.

Durante los últimos tiempos la protesta social se trasladó a las autopistas tecnológicas y la gente abandonó la calle. El vértigo, la inmediatez y la comodidad reemplazaron las manifestaciones reales por rebeliones virtuales, en su gran mayoría insulsas, muchas de ellas anónimas, especulativas y tendenciosas, y, por tanto, poco creíbles y menos aún efectivas.

Sin embargo, el domingo anterior, frente a la información confusa y oscura que emitía el organismo de control electoral, frente a los festejos anticipados de un partido, frente a las sospechas y dudas que cayeron sobre las elecciones, la calle resurgió como un instrumento legítimo de protesta y reivindicación de derechos. Su reclamo, firme y altisonante, no se detuvo hasta que la autoridad emitió los resultados finales que confirmaban lo que habían anticipado días antes todos los conteos rápidos de votos: que el próximo presidente se elegirá en segunda vuelta.

En esta ocasión la calle hizo frente a las arbitrariedades e ilegalidades que se cernían sobre la elección. Ejerció presión y convocó a los actores a respetar la decisión popular. La oposición, que venía fragmentada desde siempre, se unió en ese espacio alrededor de un postulado: la democracia se ejerce con transparencia, respeto, tolerancia, diálogo y libertad.

Todos los gobernantes, los de hoy y los de mañana, deben entender que esa calle que alguna vez los encumbró, en el futuro bien los puede condenar. Los gobiernos que se desvían hacia la tiranía, que coartan las libertades, que auspician la ilegalidad y encubren la corrupción, cuando no son castigados a tiempo por la justicia, son juzgados por una calle que grita, hierve y contagia, una calle que cuando empieza a protestar, no se detiene.

Oscar Vela Descalzo

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FIDEL, ANTES Y DESPUÉS

Por más antipatía u odio que alguien pudiera sentir por él, nadie podrá negar que, para bien o para mal, dependiendo del lado desde el que se lo mire, Fidel Castro Ruz fue uno de los líderes políticos de mayor trascendencia en el siglo XX. Su historia personal, que está ligada necesariamente a la de Cuba, tiene un antes y un después delimitado por el triunfo de la revolución, el 1 de enero de 1959.

Mucho antes de esa fecha, allá por el año 1895, José Martí y Antonio Maceo, entre otros héroes, dieron su vida por la liberación de Cuba de la corona española. Finalmente, en 1898, se logró la tan ansiada independencia, o, al menos eso creyeron los cubanos, pues tan pronto como España se retiró, los Estados Unidos, cuya ayuda militar fue decisiva en las guerras de independencia, ocupó la isla e instauró en ella un protectorado que duró formalmente hasta 1934, pero que en la práctica estuvo vigente hasta el final de la dictadura de Fulgencio Batista, en diciembre de 1958.

De modo que la revolución cubana gestada por los expedicionarios del Granma y liderada por Fidel Castro, fue en realidad la prolongación de la revolución de finales del siglo XIX, encauzada por héroes como Martí y Maceo, y, años más tarde, por jóvenes rebeldes como Antonio Guiteras o Frank País, que, entre miles de combatientes, dieron su vida por la libertad. Este mismo fin fue el que persiguieron, poco tiempo después, los afamados barbudos desde la Sierra Maestra, cuando derrocaron a Batista y proclamaron “finalmente” la independencia de la República de Cuba.

En el antes, por supuesto, se encuentra esta gesta épica sustentada en los principios de libertad, justicia social, democracia y soberanía, en contra de las tiranías, las dictaduras y la injerencia estadounidense impuesta sobre la isla hasta 1958. En esa larga revolución no hubo contaminación alguna de ideologías comunistas ni del pensamiento marxista-leninista; solo los movió la decisión y el anhelo de ser libres.

En el después, en cambio, tras el triunfo de la revolución en enero de 1959, con el ascenso del nuevo gobierno, aparecen las páginas negras de los juicios sumarios a los opositores, las ejecuciones a contradictores y disidentes, la nacionalización de los negocios, la expropiación de las tierras, y, desde abril de 1961, la declaración del carácter comunista del Estado y el sometimiento de Cuba al otro imperio que dominaba entonces el planeta, el soviético.

Así cayó como un mazazo sobre los cubanos la restricción sistemática de las libertades individuales, la eliminación de la propiedad privada; la creación del partido único, del gobernante único y del pensamiento ideológico direccionado desde el gobierno.

Y, sí, también aparecieron, sin duda, los promocionados éxitos en salud y educación, y con ellos se trató de vender al mundo la idea de una sociedad equitativa, pero la anhelada libertad e independencia fue tan solo un espejismo que duró apenas unas horas entre el antes y el después.

Oscar Vela Descalzo

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VOLVER AL PASADO

Nos acercamos al nuevo proceso electoral y el escenario empieza a enturbiarse con una proliferación de postulantes que afloran casi a diario para optar por la presidencia del país. La mayoría no merecen siquiera una mención, así como seguramente tampoco merecerán el favor de los votantes. En todo caso, con muchos o pocos actores secundarios, se vislumbra una contienda turbulenta entre los candidatos más opcionados, dos en principio, tres quizás más adelante, que concentrarán en ellos la gran atención de los medios y de los electores.

Aprovechando esa antipática muletilla de fuego cruzado con la que unos acusan y otros se defienden de volver o no al pasado, es importante que los aspirantes refresquen su memoria sobre aquellos hechos que han llevado a la población a hartarse de los políticos y a sentir asco por la política, por la del pasado y también por la del presente que no resulta distinta a la de otras épocas.

Por ejemplo, algo que no se debe tolerar en el futuro es otro gobierno hiperpresidencialista en el que todas las funciones que forman los cimientos de la democracia estén controladas y subyugadas por una sola persona. Tampoco deberíamos aceptar más leyes que restrinjan y limiten nuestros derechos en lugar de ampliarlos y protegerlos, ni permitir que ningún gobierno en el futuro coarte nuestra libertad o se entrometa en nuestra vida privada, ni pretenda controlarlo todo y vigilarnos a todos como si fuéramos protagonistas del Gran Hermano de Orwell o de una película gris sobre los caducos regímenes socialistas.

No debemos volver a ese pasado asfixiante en el que los gobernantes derrochaban a manos llenas y se farreaban el dinero público en verdaderas orgías de gasto, corrupción y endeudamiento, y dejaban la cuenta para que sea el pueblo en pleno chuchaqui y en su lánguida economía el que termine pagando la fiesta.

No queremos que regresen jamás los tiempos en que la justicia era un fundo dominado por un cacique y los jueces un ejército de servidores obsecuentes. No queremos ver nunca más una legislatura llena de matones y puñeteros, pero tampoco un refugio de levantamanos, mediocres y sumisos. No queremos gobernantes déspotas, insultadores, pendencieros, bailarines o cantantes, y tampoco nos interesan las deidades, las majestades ni los soberanos. No queremos a las Fuerzas Armadas encaramándose otra vez en el poder, pero tampoco las queremos humilladas. No queremos golpes de Estado ni viejas prácticas conspiradoras ni gobiernos a perpetuidad.

Queremos, eso sí, vivir en democracia plena, en esa que solo se alcanza con división y equilibrio de poderes. Queremos, eso sí, sentir la libertad, la que solo se logra con el respeto irrestricto a los derechos de los demás. Queremos, eso sí, un tiempo de sosiego, un largo período de estabilidad. Queremos, eso sí, un estadista que dirija el destino del país con altura y compostura, y nunca más repetir aquel pasado de oprobio, descomposición, confrontación y vergüenza.

Oscar Vela Descalzo

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