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LO QUE NO TIENE NOMBRE

Hace pocos días escuché estas palabras: “nadie que no lo haya sufrido en carne propia puede comprender lo que significa enterrar a un hijo”. Pocos minutos después, en el mismo lugar, me fundí en un abrazo con un amigo entrañable, padre del muchacho al que se estaba velando en ese momento. Él, destrozado y ciertamente abrumado por la tragedia, me dijo: “no sabes lo duro que ha sido esto…”.

En efecto, no lo sé y espero no saberlo nunca. No puedo comprender cómo un padre o una madre logran sostenerse en pie luego de haber soportado una desgracia de tal dimensión. Ni siquiera puedo imaginar la forma, la intensidad, la ubicación o la propiedad de un dolor que no tiene nombre, que no se acerca a ninguno de los padecimientos físicos del ser humano.

Estos días, abatido por aquel dolor de mis queridos amigos: padres, abuelos, tíos, primos de Alfredo Vera Bucheli, he recordado las palabras de Piedad Bonett, poetisa y novelista colombiana, autora de un conmovedor libro que se titula justamente ‘Lo que no tiene nombre’, que trata sobre el suicidio de su hijo Daniel a los 28 años de edad.

En una entrevista que hice con Piedad Bonett en el año 2013, me sorprendí por la serenidad con la que ella había enfrentado la muerte de su hijo y la valentía que tuvo al narrar esa historia. Recuerdo que le pregunté si escribir sobre algo tan personal y desgarrador fue quizás una forma de no olvidar, y respondió: “Por supuesto, el olvido sería para mí como la muerte definitiva. Eso lo sentiría como una traición con él, y de verdad me aterroriza esa posibilidad. Cuando los amores han sido intensos deben permanecer siempre como una fuente de vida.”

En aquel momento no llegué a comprender la fuerza y el sentido real de estas palabras, y quizás hoy tampoco alcanzo a entenderlo del todo, pero los padres que han sufrido este dolor lo comprenderán bien. El olvido, en efecto, es la muerte final, y precisamente eso es lo que los seres humanos evitamos cuando nos aferramos a los recuerdos del ausente gracias a nuestra memoria y al inmenso amor que sentimos por esa persona. Más allá de las fotografías, de los objetos que le pertenecieron o de los espacios que ocupó, está su voz que nos habla al oído cuando más lo necesitamos; están sus risas que ocupan un compartimiento que suele abrirse de pronto, cuando menos lo esperamos; está su presencia, innegable, en cada paso que damos, en cada respiración, en cada latido. Está el amor infinito que nos tiene de pie.

En momentos así regresan a mi mente los rostros de los hijos que fallecieron antes que sus padres. Recuerdo aún el dolor que me causó su partida aunque no hubiéramos sido tan cercanos o en algún caso incluso no los hubiera conocido, pero conozco a sus padres y fui testigo de su dolor. Todavía soy testigo de su fortaleza. Sus nombres flotan siempre entre nosotros por el amor que los mantiene vivos: Macarena, Galito, María de los Ángeles, Suco, Franco, Andy, Julián, Maita, Pablo, Rodrigo, Alfredo…

Oscar Vela Descalzo

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NOVELEROS Y EGOCENTRISTAS

NOVELEROS Y EGOCENTRISTAS

El Ecuador es un país plagado de noveleros y egocentristas. Más allá de las distintas acepciones de estas palabras, algunas que encajan muy bien con nuestra forma de ser tanto en lo individual como en lo social (fantasiosos, chismosos, caprichosos, soñadores, egoístas, acaparadores), ha sido en los políticos en donde mejor se han fijado tales características.

Los políticos ecuatorianos, salvo contadas excepciones, han actuado siempre al vaivén de sus intereses particulares o partidistas, y muy pocas veces lo han hecho con un verdadero sentido de servicio público, con un afán real por conseguir el bienestar común y con una dimensión cierta de justicia y equidad.

Si restingimos el análisis solamente a los legisladores de la República del Ecuador, encontraremos que desde 1830 hasta la actualidad se han redactado y aprobado veinte constituciones, es decir, una cada nueve años y poco más. A esto debemos añadir las decenas de procesos de reforma a las distintas cartas políticas que han regido el país.

Por otro lado, en materia legislativa legal el desempeño no ha sido mucho mejor pues somos expertos creadores de leyes para regular, controlar y reglamentar todas las actividades humanas conocidas y por conocerse. Obviamente, gracias a esta ansiedad mandatoria, prohibitiva y regulatoria de nuestros políticos, ninguna norma legal o constitucional ha sobrevivido en el tiempo sin que sus creadores hayan pensado en cambiarla, reformarla, revocarla o eludirla desde el instante mismo en que fue promulgada en el Registro Oficial.

Por supuesto que muchos de los políticos en su momento se habrán escudado con la clásica excusa del mediocre que confunde cantidad con calidad, y otros tantos habrán alegado (alegan aún), envueltos en un halo de suficiencia e inmortalidad, que sus actuaciones están sacramentadas y bendecidas por los más altos sentidos patrióticos… Todo esto, claro está, es pura paja. Los políticos ecuatorianos, salvo escasas y honrosas excepciones, marchan siempre al ritmo que les impone el caudillo de turno y al son de la melodía a la que más se ajustan sus gustos y habilidades particulares.

Así, con nula visión social y un escandaloso individualismo, se han redactado y aprobado la mayoría de leyes en el país. Así, congraciándose con el líder del momento, aspirando aunque sea a las sobras de los grandes banquetes palaciegos, se han elaborado una buena parte de las veinte constituciones que llevamos encima.

Así, despreocupados e indiferentes por el futuro de las nuevas generaciones, despelucados por la azarosa orgía del poder, imbuidos de toda la novelería que cabe en un niño con juguete nuevo, contagiados por la pandemia egocéntrica de su capitán, se ha redactado la reciente propuesta de reforma constitucional que alterará gravemente la estructura esencial del Estado, que pasará, a golpe brusco de timón, de una democracia alternativa, a convertirse en un híbrido impresentable de caducos tintes monárquicos.

Oscar Vela Descalzo

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