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NULIDADES VERGONZOSAS
Los matrimonios religiosos católicos ya no se contraen para siempre, al menos no para ciertos fieles de esa iglesia que se han convertido en usuarios de la nueva moda de las nulidades. El origen de esta curiosa epidemia está en una reforma procesal impulsada por Bergoglio hace dos años con el objeto de que estos juicios, normalmente largos, distantes y complicados, se volvieran ágiles, cercanos y ligeros.
Las facilidades que ha brindado a sus seguidores la jerarquía eclesiástica han multiplicado las anulaciones de matrimonios celebrados incluso varias décadas antes, sirviéndose para el efecto de cualquiera de las causales subjetivas y maleables previstas por el derecho canónico, y sobre todo, valiéndose de los más imaginativos artificios, mentiras o ficciones que se puedan urdir.
Desde que se aprobó la reforma, cayeron en las diócesis decenas de demandas de fieles buscando la nulidad de sus compromisos por las más variadas causas, algunas seguramente justificadas en derecho y amparadas en la razón, en especial aquellas que se sustentan en vicios reales de consentimiento por fuerza o dolo, o las que se refieren a la edad de los contrayentes, entre otras. Pero una gran cantidad de procesos que están en trámite o que ya han culminado con sentencias favorables, se han sustentado en las causas más absurdas, insólitas y vergonzosas.
Por ejemplo, se demanda hoy la nulidad de matrimonios efectuados treinta o cuarenta años atrás, con hijos y nietos de por medio, utilizando falacias como la inmadurez de uno u otro cónyuge que habría viciado el consentimiento al momento de dar el sí; o se alegan hechos bochornosos para los propios demandantes como afirmar que han sido infieles consuetudinarios, vividores, beodos, ludópatas o ateos practicantes, y que ahora han descubierto que la luz del túnel espiritual y moral está en una nueva boda eclesiástica junto a su actual pareja (y aunque no lo digan en la demanda, sueñan también con su vestido blanco o con su smoking, con la farra, el pastel y la despedida).
Muchos de estos casos de nulidad no resultan contenciosos, pues ambos cónyuges o inclusive sus hijos se sienten cómodos y muy a gusto por volver a la iglesia para comulgar delante de la parroquia sin sentir encima suyo aquellas miradas inquisidoras y esos dedos infames que las señalaban impunemente. Pero también hay otros casos de familias que se ven afectadas por la farsa que han debido montar sus parientes para anular el matrimonio. Y lo peor de todo es que esta pantomima, con demasiada frecuencia, ha sido acogida por los tribunales eclesiásticos causando más dolor y división entre ellos.
En este punto de las cosas, me pregunto: ¿Qué clase de dios es el que invita a sus seguidores a mentir y torcer los hechos para conseguir una anulación que de otra forma sería imposible de conseguir? ¿Qué clase de dios es aquel que llama a conversión a sus fieles a costa del sufrimiento de sus hijos y de la separación de sus familias?
Oscar Vela Descalzo