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SATYA
Cuando usted lea este artículo es probable que ‘Satya’, la niña a la que sus madres buscan registrar con sus apellidos, ya tendrá sentencia dentro de la acción extraordinaria de protección interpuesta en la Corte Constitucional ante la negativa del Registro Civil de inscribirla con su verdadera identidad, como hija de Helen Bicknell y Nicola Rothon.
Por un sentido de justicia y por el reconocimiento pleno de los derechos humanos en nuestro país espero que la sentencia sea favorable a Satya y a sus madres. Cualquier otra decisión solo demostraría que nuestra sociedad sigue estancada en discusiones arcaicas y mantiene inalterable su retrógrada división de los seres humanos en distintas categorías por sus creencias, raza u orientación sexual.
Una resolución adversa a Satya nos dejaría expuestos como una sociedad medieval anquilosada en prejuicios, violadora flagrante del derecho a la identidad de la niña y desconocedora de la existencia de diversos tipos de familias. Y por el contrario, una resolución favorable se constituirá en un ejemplo del respeto incondicional a los derechos humanos.
En todo caso la decisión sobre la identidad con la que Satya será registrada ha destapado, una vez más, la discusión por la vigencia o restricción de los derechos de una persona o de un colectivo en particular por razones de identidad sexual.
Varias perlas han surgido en este fuego cruzado, algunas dignas de ser publicadas en el compendio universal de la estupidez, como aquellas que atacan la homoparentalidad porque “la estructura de vida de una pareja homosexual expone a un nivel de estrés mayor a los niños”. O la sandez en la que se asegura que “las uniones homosexuales son mucho más inestables y cortas que las de los heterosexuales”. Ante tales argumentos no cabe sino lamentarse por el futuro de la humanidad en manos de estos seres cargados de una soberbia y simpleza tan grandes que apenas han logrado dividir a las personas, como en las películas, en buenas o malas, por su sexualidad.
¿Acaso existe sobre la faz de la tierra un solo ser humano que pueda atreverse a afirmar que es mejor padre o madre que otro que no tiene sus mismas preferencias sexuales o creencias religiosas? ¿Hemos llegado a un punto en el que la arrogancia, el egoísmo y la memez de un colectivo pueden impedir que una niña tenga su identidad, o que un niño abandonado disfrute de un hogar y sea amado por dos padres o dos madres? ¿Somos tan miserables como especie que preferimos ver los orfanatos llenos antes que un niño sea acogido y querido por dos personas que no consideramos idóneas porque no son una “familia tradicional”, una familia como “la nuestra”?
Independientemente del resultado de este proceso, Satya crecerá con el amor de sus madres, pero muchos otros niños de nuestro país no sabrán jamás lo que es vivir en familia porque alguien les dijo que esas personas que los querían no eran “normales”, y los que en apariencia sí lo eran, por lo visto, nunca aparecieron.
Oscar Vela Descalzo
MORALISTAS
Hace algunos años los moralistas se manifestaban en atriles, balcones, púlpitos y también en medios de comunicación que les brindaban espacio para predicar virtudes propias o condenar actitudes ajenas. Hoy los tiempos han cambiado y en gran parte las homilías y las censuras públicas pasan por las redes sociales. Allí los moralistas contemporáneos tienen un lugar para atacar, ofender, sermonear o catequizar, y lo que es peor, ser escuchados o coreados por un número apreciable de personas.
Normalmente los moralistas están vinculados con algún credo o religión específicos, pero también suelen asociarse alrededor de tendencias o ideologías políticas. Bajo la sombra protectora que les brindan sus cofradías o partidos, enfilan baterías contra todo aquel que hubiera osado apartarse de la línea de comportamiento que ellos consideran es la correcta, y por tanto, la única y verdadera.
Ahora, hay moralistas de todo tipo: los más radicales tienen al mundo en zozobra con ataques terroristas y crímenes perpetrados en nombre de su fe. Otros que con el devenir de los siglos han moderado sus posturas todavía se dedican hoy a reforzar los dogmas más arcaicos sin remozar apenas su concepción del ser humano en la nueva era. En todo caso, por ese moralismo exacerbado, ninguno de ellos practica activamente en la actualidad las virtudes que les transmitieron siglos atrás sus profetas: amor, respeto, caridad, perdón, humildad, solo por poner unos pocos ejemplos.
En estratos diferentes algunos moralistas soliviantados que se venden en sus sociedades como guardianes del decoro exigen a las mujeres que cubran sus rostros y sus cuerpos para impedir que su virilidad pudiera traicionarlos ante tan sublime exposición de belleza. Mientras tanto, otros más serenos y reflexivos, meditabundos incluso, velan por nuestro buen vivir evitando el trasiego de líquidos espirituosos en esos domingos anodinos en que las pasiones de los ecuatorianos corren un serio riesgo de traspasar los límites normales de la decencia.
En estos tiempos modernos quedan aún algunos moralistas extremos que lapidan marías magdalenas en las plazas públicas o que asesinan homosexuales en verdaderas ferias del terror; pero también quedan esos que los apartan de sus familias o que los encierran en centros de tortura para “rehabilitarlos”; y, por supuesto, quedan aquellos que, imbuidos de la soberbia más escandalosa, envanecidos y presuntuosos, alegan que esas parejas formadas solo por hombres o solo por mujeres no pueden tener relaciones estables ni formar familias, ni amar a un niño ni educarlo como solo ellos, “los normales”, saben hacerlo… Y entonces me pregunto si después de que hay millones de niños que mueren de hambre o sed, que son abandonados, violados, prostituidos o esclavizados a diario, ¿todavía queda gente tan arrogante, tan inhumana, que llega a cuestionar el amor y la educación que otras personas “no tan normales como ellos” sí podrían dar a uno solo de esos niños?
Oscar Vela Descalzo