Las rayuelas
Releer Rayuela, la obra cumbre de Julio Cortázar, es como leer un libro nuevo. La antinovela –como alguien dijo, creo que equivocadamente-, o la contranovela -como prefería llamarla su autor-, son muchas novelas en una sola.
Volver a ella al cabo de diez o quince años, por decir algo, es siempre un acto de iniciación. No importa que aquel tomo ajado esté refundido entre torres asimétricas de otros libros, tampoco importa que sus hojas exhalen aquel olor mágico y pungente de los libros clausurados, ni que el lomo y la tapa y su contrapa se oculten debajo de una espesa capa de polvo. Nada importa cuando uno decide abrirlo otra vez, sentirlo entre las manos, y asomarse a él por cualquier abertura que permita ver sus formas invariablemente distintas, como un caleidoscopio en constante movimiento.
Las Rayuelas que me ha tocado vivir -tres hasta ahora-, son tan diferentes que en ocasiones he llegado a pensar en las travesuras de los duendes de mi biblioteca, o que, quizás, es el gran Julio el que acude a cada estantería, a cada desván, a cada librería de libros viejos, a todos y cada uno de los lugares en que ella se encuentre, para sacudirla con suavidad, una vez o dos a lo mejor, y así enredar de nuevo las palabras formando con ellas otra historia.
En esta última lectura me he encontrado a los viejos personajes, por supuesto, pero con actitudes y voces distintas, también algo cambiados en su fisonomía, avejentados ciertamente. Horacio Oliveira, por ejemplo, en esta nueva historia me parece que ha madurado; sus reflexiones se sostienen ahora en cimientos sólidos, en una enorme riqueza cultural, mucho más amplia hoy, cincuenta años más tarde, que en su primera aparición. No en vano ha leído tanto, ha descubierto autores como John Dos Passos o Roger Martin Du Gard, que antes para mí no existían en esas otras Rayuelas. La Maga también ha cambiado. A pesar del tiempo transcurrido hoy me parece más atractiva. Los años, sin duda, la han embellecido. Pero hoy la imagino más frágil, como derrotada de antemano por la tragedia que se cierne sobre ella desde el inicio. En esta historia reciente su amor por Oliveira se ha intensificado, la pasión se le desborda en cada encuentro, aunque él siga aferrándose a que lo suyo es puramente físico. La muerte de su hijo, Rocamadour, la aplasta, igual que antes, o quizá más que antes, y por eso supongo que su final ha sido más trágico.
Me quedé deslumbrado en esta lectura con Morelli, con Trepat y Pola, con el capítulo 5, y, como siempre, con el 7, que curiosamente no cambia.
Con mucho cuidado, tras un leve movimiento de manos, cerré el libro al finalizar el capítulo 56. Traté de que la corriente de aire fuera mínima, de que las palabras no se revolvieran apenas, y entonces lo abrí otra vez, con delicadeza, en la primera página, capítulo 1, pero fue igual, la historia ya no era la misma.