Los intocables
Se dice por ahí que el poder envilece a las personas. En la mayoría de los casos esto es verdad, pero además de envilecer, el poder atonta, marea y enceguece. Por algo las cumbres muy altas le sientan mal a casi todo el mundo.
La historia recoge infinidad de ejemplos con personajes que, resguardados en su blindaje de apariencia inviolable, casi divina, se creyeron intocables incluso en el instante preciso en que se produjeron sus estrepitosas caídas. Durante los últimos días hemos sido testigos del hundimiento de la todopoderosa FIFA, esa entidad multimillonaria y supranacional que pretendía situarse por encima del orden terrenal como si su sede no estuviera asentada en Zurich sino en la luna.
La cantaleta aquella de que ni la justicia ordinaria ni los los gobiernos podían interferir en los asuntos de la FIFA se derrumbó por completo aquel histórico día en que se apresó y se dictó órdenes de captura contra un equipo internacional de barrigones que jamás patearon un balón, pero que se enriquecieron de forma obscena a costa de los verdaderos actores del fútbol.
Imagino que el cataclismo de la FIFA habrá puesto nerviosos no solo a los vinculados con el fútbol sino también a unos cuantos personajes que, desde sus distintos feudos de poder, han amasado fortunas ilegítimas en perjuicio directo de sus gobernados, de sus seguidores, de sus fieles o de sus pueblos. Imagino que muchos de esos poderosos estarán preguntándose este mismo instante si es que sus cuentas cifradas son en realidad tan seguras como les habían prometido, si los paraísos fiscales serán en efecto paraísos o se convertirán en el futuro en sus infiernos personales.
Imagino que en estos momentos habrá hordas enteras de corruptos urdiendo planes y trazando estrategias para borrar todas las huellas que su idiotez y su soberbia dejaron en los distintos escenarios financieros. Imagino a algunos seres sudando como si estuvieran encerrados en un sauna día y noche, ordenando a sus acólitos con un resto de aires soberanos que quemen lo que se deba quemar, que entierren lo que se pueda enterrar, que se traguen -de ser necesario- lo que se tengan que tragar. Imagino muchos rostros demudados, perplejos, mirando en una pantalla como caen poco a poco los dioses del fútbol mundial, esos que jamás podían caer porque vivían en el Olimpo, allí donde no hay canchas de fútbol sino empresas fantasmas y bóvedas repletas de billetes.
Imagino a varios gobernantes, líderes, adláteres, compinches, compañeros, sumisos, fieles y más congéneres desvelados, dando vueltas en la cama, aterrorizados imaginando que a la tal Lynch, esa que quiere parecerse a Eliot Ness y su grupo de intocables (esos sí fueron los verdaderos intocables), se le pudiera ocurrir investigar no solo a los corruptos de la FIFA y sus oscuros entramados, sino a otros seres poderosos que, en el proceso de acumulación de fortunas ilegítimas, siempre han dejado algún hilo suelto del que un fiscal acucioso podría tirar.