El país de las últimas cosas
La sociedad ha terminado por derrumbarse. Las instituciones ya no tienen ningún significado. La justicia es un concepto arcaico que pocos consiguen evocar y casi nadie alcanza. El ser humano ha perdido su individualidad para convertirse en un miembro de una manada delirante y anestesiada. El lenguaje es un recurso escaso que cae en desuso por aprensión y, de algún modo, por un legítimo instinto de supervivencia. Las leyes, anudadas en una maraña indescifrable, arrinconan a los habitantes del lugar y los ahogan bajo miles de normas inocuas.
El caos se ha apoderado del país. La estructura social ha colapsado. La violencia del hombre alcanza límites imprevisibles. “Divide y Vencerás” es la consigna frente a los enemigos. En la confrontación diaria está la clave de la catástrofe que se cierne sobre la sociedad.
La moral y la ética se arruman en montañas enormes de basura y excrementos, ruinas de una antigua civilización. El objetivo de una gran mayoría está solamente en sobrevivir, otros, muy pocos, acopian bienes y recursos, y desaparecen de los radares sociales. Mientras tanto, la masa, desorientada, apela a la caridad y se aferra a las promesas de los falsos y prófugos profetas.
En el país de las últimas cosas, la desesperanza es niebla espesa que cae y no se levanta. La vida se vuelve un artificio y la muerte un artilugio tan preciado como el oro o el petróleo en tiempos pasados. De hecho, los escuadrones de asesinos constituyen un negocio noble y rentable para aliviar el peso insufrible de la existencia. Y los suicidas ni qué decir, son los nuevos héroes de la patria a los que se aclama y vitorea cuando suben a los edificios más altos y dan ese paso valiente al vacío.
Las últimas cosas que le quedan al hombre en este país son sus recuerdos. Algunos prefieren no gastarlos, los conservan en una diminuta cápsula asida a la razón con la secreta esperanza de que regresen el orden y la cordura; otros, en cambio, lo evocan hasta difuminarlo, especialmente cuando el recuerdo tiene formas y aromas de manjares, olores de potajes y texturas sólidas de alimentos que alguna vez se llevaron a la boca y que, hoy, simplemente no existen. Recuerdos que hacen salivar y, de algún modo extraño pero real, logran saciar el hambre.
“El País de las Últimas Cosas” es una de las novelas imprescindibles de Paul Auster, el reconocido y genial escritor norteamericano. La pesadilla del post apocalipsis llevada al grado extremo de la miseria humana. Relatada en forma epistolar por la protagonista, Anna Blume, una mujer que va en busca de su hermano, corresponsal de guerra en un país cuya sociedad ha sucumbido y degenerado en un infierno de hambre y penurias. Una aventura literaria que explora y vaticina el final de los tiempos para el hombre por culpa del hombre.