Alta suciedad
Tomo prestado el título de un álbum de Andrés Calamaro para referirme a ese particular estrato de las sociedades menos avanzadas donde subsisten las peores prácticas feudales y aún se respiran los tufillos rancios de aristocracia y los añejos olores del parroquialismo.
En este sub segmento social revolotean los espectros de una fingida nobleza que intenta evitar la confusión racial en un mundo excesivamente mestizo para seres tan puros. Se aferran entonces sus miembros a polvorientos escudos heráldicos, y con ellos, por ellos, pretenden todavía ciertas canonjías, cargos, puestos, o alguna cuota de poder en las alturas tal como lo hicieron sus antepasados.
Los miembros de la alta suciedad no están especialmente apegados a la cultura: jamás leen pero sí compran muchos libros (los de moda y los más viejos que encuentren aunque estén escritos en finlandés), y con ellos engalanan unas enormes y tristes bibliotecas de las que no se ha beneficiado nadie más que la vanidad del propietario cuando las exhibe ante sus amigos; tampoco acuden a recitales de música, obras de teatro o exposiciones de artistas plásticos locales, pero no se pierden la posibilidad de estar en primera fila cuando llega el cantante pop del momento o de adquirir presuntas piezas de arte o dudosas pinturas auténticas que les endosa hábilmente su estraperlista de confianza.
El nivel intelectual de los miembros de la alta suciedad alcanza con lo justo para mantener conversaciones sobre el mundo del espectáculo y las bodas reales, también por supuesto para el chisme punzante y la crítica del momento, que es en realidad su modus vivendi, porque eso sí, todos los involucrados en este segmento se especializan en escuchar susurros a través de las paredes, observar detalles increíbles por los intersticios de las ventanas y transmitir noticias a velocidades imposibles por medio de teléfonos análogos o digitales.
En la alta suciedad pululan las lenguas bífidas y discurren torrentes de sangre fría. Allí todo es posible: mitificar delincuentes, ensalzar pícaros, elevar bribones a los altares o beatificar bandidos. La doble vida de sus miembros es una constante, pero todo se tolera y se perdona si el interfecto, además de ostentar un apellido de alcurnia, acude de forma regular a los oficios religiosos y demuestra cada tanto su arrepentimiento con el brote inesperado de una lágrima, tres sonoros golpes de pecho o un generoso aporte a las arcas del templo. Eso sí, cuando los devaneos o infidelidades sean cometidos por una mujer, no habrá redención posible por más abolengo que tenga, pues la infractora descenderá de inmediato a los estratos menos apetecidos de la escala social, y todos en las alturas, por los siglos de los siglos, le conferirán su respectivo masterado en la profesión más antigua del mundo.
Y es que además de deslenguados, bastos e insidiosos, los miembros de la alta suciedad, ellos y ellas, defenderán hasta el final el machismo medieval de esa estirpe.