Tag: Religión

UN TEMPLO PARA TODOS

Una buena conversación te puede revelar muchas anécdotas dignas de ser contadas, sobre todo si el interlocutor es un personaje tan interesante como Esteban Coello, un buen amigo, excelente abogado y especialmente un notable lector y gran aficionado por la historia.

En una de esas charlas, Esteban comentó que en Boston University, la que fue su universidad para una maestría, existe un templo denominado ‘Marsh Chapel’, al que él acudía para oír misa. Pero lo curioso de este lugar es que no se trata de una capilla católica ni tiene ninguna denominación religiosa oficial, pues allí se reúnen fieles de distintas creencias que la usan como templo para sus celebraciones. Se trata en consecuencia de un espacio único para la oración e interacción entre los seres humanos y sus diversas convicciones religiosas. Ocasionalmente se coloca en esta capilla algún símbolo de una fe particular, o se la desnuda del todo, dependiendo de la ceremonia que se realice; sin embargo, quizás lo más relevante de esta armoniosa conjunción de credos, es que allí se reúne con frecuencia un grupo llamado “The Interfaith Council of Marsh Chapel”, conformado obviamente por personas de distintos credos para reflexionar y dialogar sobre los asuntos de la fe, desde sus visiones particulares, con el objetivo de encontrar puntos en común que ayuden al desarrollo espiritual de las personas y de la comunidad.

Pero allí no terminan las particularidades de este suigéneris templo, pues además se trata de un lugar histórico, refugio para la reflexión e inspiración del pastor bautista, activista y defensor de los derechos humanos, Martin Luther King. Este hombre extraordinario, premio Nobel de la Paz en 1964, asesinado en Memphis en abril de 1968, pasó muchas horas de su tiempo orando, meditando y preparando sus discursos en Marsh Chapel, además de haber escuchado en ella las influyentes palabras de otro destacado teólogo y defensor de los derechos civiles, el filósofo Howard Truman, entonces director de la capilla.

Y para rematar las singularidades de Marsh Chapel está también la colorida anécdota que se llevó a cabo en ese templo y que se la tituló como: “El experimento de Marsh Chapel” o “Experimento de Viernes Santo”. Lideró esta curiosa aventura nada más y nada menos que Timothy Leary, un escritor y psicólogo californiano, entonces profesor de Harvard, muy aficionado al uso, disfrute y experimentación con drogas psicodélicas, que brindó a un grupo de asistentes a la ceremonia religiosa de Viernes Santo, una dosis de hongos alucinógenos para demostrar que este tipo de drogas ayudaban a exaltar las experiencias religiosas de quienes las consumían, con la ventaja además de hacerlo en un lugar sagrado como la capilla, alentados por el colorido de sus vitrales y las notas virtuosas de la música sacra. Y, en efecto, los participantes de esta original ceremonia confirmaron después que aquella había sido una experiencia verdaderamente sobrenatural.

Oscar Vela Descalzo

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SOMOS UNA ALDEA

La aldea se alborotó una vez más. No se trató de un escándalo mayúsculo, tampoco de una rebelión ni de un alzamiento en armas, ni siquiera del desfalco grosero de las arcas fiscales o, peor aún, de una protesta contra el ignominioso abuso de niños o contra el machismo incorregible de la sociedad. Fue más bien un hecho cotidiano, uno de aquellos patrones que precisamente nos definen como aldea, algo así como la última trifulca en la cantina, el rompimiento amoroso de la pareja modelo, el embarazo prematuro de la reina de las fiestas patronales, el arribo del nuevo párroco o la salida de su antecesor, la exhibición de una muestra pictórica como signo inevitable del final de los tiempos…

Es indudable que la aldea ha crecido de forma desordenada invadiendo montes y valles, rellenando quebradas, tendiendo puentes, secando lechos y manantiales, arrasando bosques. Incluso se ha modernizado y se ha llenado de luces, de pavimento, de gigantes y lujosos edificios, de construcciones siderales, de ruido, mucho ruido; pero su sociedad en cambio no crece, no madura, no evoluciona, sigue siendo la misma sociedad que habitaba el casco colonial y sus calles aledañas hace casi cinco siglos, la misma gente que se pasaba y se pasa la vida detrás de una cortina, al interior de la plaza central o frente al portal de su casa comentando las incidencias del día o los percances de la noche, la misma gente que hoy se conecta con el celular o se comunica con un teclado por medio de una pantalla para que todos sepan que fulano de tal salió del armario, que la fulana sí ha sido una fulana o que zutano se encuentra en este preciso momento en el aeropuerto de Comala, en el baño de un hotel plagado de estrellas o en el restaurante más exclusivo de todo el universo. Esto es lo que se discute en la aldea, esto es lo que interesa…

Igual que ha sucedido desde hace siglos, en la aldea el forastero es una amenaza, el libertario es un pecador, el blasfemo será condenado por su boca y el artista nunca dejará de ser transgresor. Al ateísmo en la aldea se lo ve como la bandera del demonio, al agnosticismo como una profanación, a la diversidad sexual se la considera antinatural y aberrante, y al arte mundano como el padre de todos los vicios y fuente de todas las impurezas. Y es que en la aldea la fe no se vive, la fe se exhibe.

La libertad al interior de la aldea ha estado condicionada todo este tiempo por el statuo quo que determine la religión o por el que imponga el caudillo de turno. El laicismo aún no se consolida del todo en este enorme y pueril poblado.

Somos una aldea, sin duda, y por eso el respeto hacia los demás es todavía un concepto relativo que depende del temor reverencial, del interés particular o del miedo a la diferencia. Si anteponemos nuestras creencias, nuestra comodidad y nuestra propia satisfacción a cualquier derecho individual que invada el espacio de las demás personas, seguiremos siendo parte de una aldea estancada en el tiempo.

Oscar Vela Descalzo

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MORALISTAS

Hace algunos años los moralistas se manifestaban en atriles, balcones, púlpitos y también en medios de comunicación que les brindaban espacio para predicar virtudes propias o condenar actitudes ajenas. Hoy los tiempos han cambiado y en gran parte las homilías y las censuras públicas pasan por las redes sociales. Allí los moralistas contemporáneos tienen un lugar para atacar, ofender, sermonear o catequizar, y lo que es peor, ser escuchados o coreados por un número apreciable de personas.

 

Normalmente los moralistas están vinculados con algún credo o religión específicos, pero también suelen asociarse alrededor de tendencias o ideologías políticas. Bajo la sombra protectora que les brindan sus cofradías o partidos, enfilan baterías contra todo aquel que hubiera osado apartarse de la línea de comportamiento que ellos consideran es la correcta, y por tanto, la única y verdadera.

 

Ahora, hay moralistas de todo tipo: los más radicales tienen al mundo en zozobra con ataques terroristas y crímenes perpetrados en nombre de su fe. Otros que con el devenir de los siglos han moderado sus posturas todavía se dedican hoy a reforzar los dogmas más arcaicos sin remozar apenas su concepción del ser humano en la nueva era. En todo caso, por ese moralismo exacerbado, ninguno de ellos practica activamente en la actualidad las virtudes que les transmitieron siglos atrás sus profetas: amor, respeto, caridad, perdón, humildad, solo por poner unos pocos ejemplos.

 

En estratos diferentes algunos moralistas soliviantados que se venden en sus sociedades como guardianes del decoro exigen a las mujeres que cubran sus rostros y sus cuerpos para impedir que su virilidad pudiera traicionarlos ante tan sublime exposición de belleza. Mientras tanto, otros más serenos y reflexivos, meditabundos incluso, velan por nuestro buen vivir evitando el trasiego de líquidos espirituosos en esos domingos anodinos en que las pasiones de los ecuatorianos corren un serio riesgo de traspasar los límites normales de la decencia.

 

En estos tiempos modernos quedan aún algunos moralistas extremos que lapidan marías magdalenas en las plazas públicas o que asesinan homosexuales en verdaderas ferias del terror; pero también quedan esos que los apartan de sus familias o que los encierran en centros de tortura para “rehabilitarlos”; y, por supuesto, quedan aquellos que, imbuidos de la soberbia más escandalosa, envanecidos y presuntuosos, alegan que esas parejas formadas solo por hombres o solo por mujeres no pueden tener relaciones estables ni formar familias, ni amar a un niño ni educarlo como solo ellos, “los normales”, saben hacerlo… Y entonces me pregunto si después de que hay millones de niños que mueren de hambre o sed, que son abandonados, violados, prostituidos o esclavizados a diario, ¿todavía queda gente tan arrogante, tan inhumana, que llega a cuestionar el amor y la educación que otras personas “no tan normales como ellos” sí podrían dar a uno solo de esos niños?

 

Oscar Vela Descalzo

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