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LOS NIÑOS PERDIDOS

Todos los días la prensa mundial recoge historias desgarradoras, casi siempre con desenlaces trágicos, de seres humanos que intentan llegar a Europa desde el norte de África y desde las costas asiáticas que bordean el Mediterráneo.

Entre los desplazados que se embarcan en travesías temerarias hay miles de niños que mueren en ellas, especialmente ahogados en el mar. Las imágenes diarias de niños muertos que recalan en playas o arrecifes de uno y otro continente son tan dolorosas e impactantes que una sola debería ser suficiente para avergonzarnos por toda la eternidad de haber sido parte de la especie animal que hoy domina el planeta.

Pero entre los que huyen también hay muchos niños que alcanzan su objetivo y llegan a Europa. Los que corren con suerte tienen la compañía de sus padres o al menos de uno de ellos para empezar una nueva vida en un lugar lejano y distinto a su hogar. Sin embargo, un alto porcentaje de los refugiados menores de edad llegan solos y en esa condición se convierten en presas fáciles de traficantes de personas, redes de prostitución, negociantes de órganos o esclavistas contemporáneos. Solo durante el año 2015 la Oficina Europea de Policía (Europol) estimaba que había en este continente al menos 10.000 niños refugiados desaparecidos.

En América el flujo migratorio de los países del sur hacia el norte, en especial de las naciones más pobres hacia los Estados Unidos, también cuenta con un número importante de menores de edad cuyas historias de frustraciones y desgracias solo se llegan a conocer por referencias de los familiares que los empiezan a buscar un tiempo después de su partida, cuando no han dado señales de haber llegado con vida al otro lado de la frontera.

Pero también hay casos espeluznantes de niños perdidos en otros procesos migratorios de sus padres ya sea por conflictos armados, causas económicas o políticas, desastres naturales o graves conmociones sociales que se producen con frecuencia en zonas como Centroamérica, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. Aunque en estos casos “americanos” normalmente la difusión mediática es menor y las estadísticas son escasas, no podemos ignorar la realidad que toca a nuestras puertas cada día.

La obligación de quienes conformamos la sociedad frente a la tragedia de un niño no debe ni puede limitarse a la compasión, a la oración o a la caridad. De nada sirven las lágrimas, las plegarias y las limosnas si cada día siguen muriendo o desapareciendo niños por la perversa política migratoria de los gobiernos más poderosos frente a los refugiados, y por la abominable conducción política, social y económica de los gobiernos tercermundistas que provocan el éxodo masivo de sus ciudadanos.

La inacción y el silencio quizás podría dejarnos a salvo, pero nos hará cómplices. Levantar la voz, actuar, denunciar, acusar y demandar podría ponernos en riesgo, pero nos hará responsables por el bienestar, la salud, la educación y la vida de miles de niños.

Oscar Vela Descalzo

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NUEVOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

 

Los primeros campos de concentración que conoció la humanidad habrían sido creados por los rusos en el siglo XVIII para recluir a ciudadanos polacos rebeldes durante el llamado “reparto de Polonia”. Posteriormente el imperio británico también construyó varios campos en sus colonias africanas.

En América los primeros lugares de confinamiento y exterminación para seres humanos fueron los que organizó el criminal español Valeriano Weyler, un general de origen mallorquín enviado por su gobierno para aplacar la tardía corriente independentista que se expandía en la isla bajo inspiración de José Martí y Antonio Maceo. Para el efecto, una de sus primeras decisiones de Weyler fue la de conformar los campos de concentración rurales que tenían por objeto impedir que los campesinos cubanos se adhirieran a los rebeldes a lo largo de la isla. Los crímenes que se cometieron en aquellos campos fueron espantosos. La gente, entre ellos una parte importante de niños y mujeres, morían especialmente por hambre y por enfermedades, y a los hombres más fuertes se los desaparecía por temor a un amotinamiento. Se dice que en los campos cubanos de reconcentración, como los llamó el propio Weyler, entre 1896 y 1898, murieron más de cien mil personas.

Luego la historia conoció en el siglo XX los campos de exterminio más brutales: los Gulags de la Unión Soviética y los campos nazis de la segunda guerra mundial.

Hoy, en pleno siglo XXI, los campos de concentración siguen vigentes. Algunos permanecen ocultos en zonas bien camufladas por las dictaduras supervivientes. Allí se recluye a opositores y contradictores, a los no alineados con sus ideas oprobiosas, a los que de algún modo entrañan peligro para sus proyectos totalitarios. Pero también están los campos de confinamiento que se han creado para albergar a cientos de miles de refugiados en territorios como Turquía y Grecia. Estos campos son conocidos, aceptados y financiados por los estados más poderosos del planeta. Hace pocos días la Unión Europea en una decisión inhumana, aprobó el pago de seis mil millones de dólares a la Turquía del inefable Erdogan para que este país detenga y albergue en sus territorios a los refugiados, especialmente sirios, que intentan llegar a Europa en su éxodo desesperado por alejarse del horror del terrorismo fundamentalista de ISIS.

Las condiciones inhumanas de hacinamiento y hambre en esas prisiones masivas han sido ampliamente divulgadas, pero a nadie le importa. Tampoco se sabe con certeza cuál será el destino final que les espera a las víctimas de la miseria y del fanatismo religioso en las enormes prisiones creadas solo para ellos en Grecia y Turquía. Y es que el destino de esa gente les tiene sin cuidado a los más poderosos. Ellos prefieren cerrar sus fronteras y disfrutar de la paz que allí reina. Para eso precisamente han financiado los nuevos campos de concentración, para vivir tranquilos, lejos del peligro, mirando hacia otro lado.

 

Oscar Vela Descalzo

 

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