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A SU IMAGEN Y SEMEJANZA

A raíz de la matanza protagonizada en el bar Pulse de Orlando, han surgido una vez más voces de todo tipo, desde aquellas que lamentan el hecho y sienten como suyo el dolor de los familiares de las víctimas, y también de las que se regocijan con este tipo de tragedias y creen ver en ellas un designio divino.

Las investigaciones iniciales han arrojado resultados confusos. Se trataría quizás de un crimen de odio contra grupos homosexuales, pero luego se afirma que el atacante también habría sido gay. Se ha especulado que sería un crimen racial ya que la clientela de la discoteca era esencialmente latina, y, por supuesto, que también podría ser un hecho conectado con el terrorismo de ISIS. Por último, afloran en el ambiente las voces de los que critican la apertura legal para adquirir y portar armas en los Estados Unidos, contrarias a los que defienden el derecho constitucional de tener un arma siempre a mano para defenderse de “sus enemigos”.

Según aparecen o se descartan las distintas hipótesis, también salen a la luz personajes siniestros como el descerebrado pastor bautista estadounidense que en un sermón de su iglesia se lamentó de que no hubiera más víctimas en la masacre, e incluso fue más allá al afirmar que su gobierno debería fusilar a todos los homosexuales. O surgen desde las sombras frías de los templos otros seres ungidos como prelados, sacerdotes, obispos o ministros que en algunos casos le echan la culpa de la tragedia a la postura anti homosexual de las demás iglesias y en otros la justifican de forma taimada como parte de la “voluntad inescrutable de Dios”.

En los delitos de odio, ya sea por razones raciales, inclinaciones sexuales o creencias religiosas, además de los criminales que suelen responder a trastornos psicológicos o entornos sociales conflictivos, siempre hay responsables indirectos que siembran su semilla maldita en los demás. Allí, de un modo u otro, podemos estar todos: los que denigramos a nuestros semejantes por su aspecto, los que nos sentimos y nos mostramos superiores por el color de la piel o por nuestra situación económica, los que descalificamos a otras personas en razón de su fe o de su ideología, los que luchamos por restringir o quitar derechos a otros seres humanos por sus preferencias sexuales, los que señalamos, acusamos, apartamos, menospreciamos, acosamos o humillamos a nuestros congéneres por cualquier motivo que los haga diferentes.

En la matanza de Orlando bien podría tener la culpa la absurda enmienda que permite a los ciudadanos adquirir y portar armas libremente, o quizás la cultura del miedo que controla esa sociedad, o también el lado más oscuro del ser humano, el que está gobernado por el fanatismo, la arrogancia, la sumisión y la estupidez. O, tal vez, en efecto esto fue solo el resultado de un proyecto perverso de alguna deidad, quizás de la que nos hizo a su imagen y semejanza, o de la que nos creó a partir del barro y nos dio la vida con un soplo divino.

Oscar Vela D.

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‘DOS AÑOS, OCHO MESES Y VEINTIOCHO NOCHES’

La lectura compromete no solo a los cinco sentidos y a la mente que los gobierna, sino también otros órganos del cuerpo que, influenciados por las palabras, entre otras manifestaciones, se erizan, tiemblan, retumban, se alteran o se paralizan.

 

Cuando leí por primera vez ‘Cien años de soledad’, demasiado tiempo atrás, sentí que mi mente se había puesto en alerta máxima y que, de pronto, sin que tuviera control sobre ella, empezaba a dar órdenes extrañas y a revolverlo todo. Entonces descubrí lo que es capaz de provocar la lectura de un buen libro: inspiración, alegría, desazón, satisfacción, excitación, enseñanzas, realidades, temores, rabia, angustia, fantasía…

 

A lo largo del tiempo, por fortuna, volví a sentir todas esas emociones, a veces juntas, a veces dispersas en obras literarias de distintos autores, y he comprendido con mayor nitidez que el punto de distinción entre una obra maestra y todo lo demás que se ha escrito, se encuentra en el cúmulo de sensaciones que un gran libro despierta entre los lectores.

 

Acabo de terminar la lectura de la nueva novela del escritor indio Salman Rushdie, ‘Dos años, ocho meses y veintiocho noches’, y con ella me pasó algo parecido a lo que me sucedió la primera ocasión con la magistral novela de Gabriel García Márquez. Y esto no significa que los dos libros tengan algo en común, pues no lo tienen en absoluto, pero ambos son capaces de llevar al lector a otra dimensión emocional. Posiblemente ahí se encuentre la razón de su grandeza.

 

Esta nueva historia de Rushdie, un homenaje a los enigmáticos cuentos de ‘Las mil y una noches’, se sitúa en un futuro muy cercano, en distintos lugares del planeta que sufre una generalizada y catastrófica tormenta. Allí, sus personajes descubren, por ejemplo, que la ley de gravedad no es absoluta, que los corruptos e impuros pueden ser descubiertos por unas extrañas manchas que brotan en su piel, que los rayos de la tormenta pueden quitar la vida a las personas pero también garantizarles la eternidad; que el universo de otros seres no humanos es capaz de fusionarse con el nuestro y ocasionar de este modo el caos, pero también podría generar lazos de amor que trascienden todo lo que sabemos sobre el tiempo y el espacio.

 

Durante dos años, ocho meses y veintiocho noches, es decir, durante mil y una noches exactas, el mundo conocerá el verdadero sentido de la magia y la fantasía, la real dimensión de Dios, el significado oculto de la reencarnación o la transmutación, la atemporalidad del amor terrenal, pero también reconocerá allí los rasgos del fanatismo, la locura y la perversión.

La novela de Rushdie tiene pasajes magníficos que envuelven al lector en un estado de catarsis, una suerte de breve ensoñación que, por un lado alegra y purifica el espíritu, pero por otro lo convierte en un exiliado frente a esa enorme cantidad de personas que no leen, que nunca han leído y que jamás podrán sentir el inmenso placer de la lectura.

 

Oscar Vela Descalzo

 

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