Tag: DERECHOS DE LA MUJER

NI UNA MENOS

Miles de voces se han levantado los últimos tiempos diciendo ¡ya basta!, pero nada parece detener a los violadores, ni siquiera los gritos angustiosos de sus víctimas implorando piedad, ni tampoco aquellos rostros desencajados, ni esos ojos enturbiados por lágrimas que brotan incontenibles en la confusión del dolor, la impotencia y el horror.

Miles de voces se levantan cada día y gritan ¡nunca más guardaremos silencio!, pero nada frena a los asesinos que alardean del poder conferido por su género, del poder otorgado por sus dioses iracundos, del poder que les dieron sus pérfidos libros de presuntos tintes sagrados. Nada los frena porque eran apenas unos críos cuando escucharon por primera vez esas extrañas palabras que les decían todo el tiempo: “… él tendrá dominio sobre ella… y ella le seguirá a donde él vaya…, y le deberá obediencia…”; o cuando escuchan quizás esas otras sentencias que les repiten sin cesar: “a aquellas de quienes temáis la desobediencia, amonestadlas, mantenedlas en sus habitaciones, golpeadlas”.

Miles de voces se levantan en todos los rincones del planeta y dicen ¡si tocan a una, nos organizamos miles!, pero nada los detiene todavía porque a sus padres nadie los detuvo, ni tampoco a los padres de sus padres ni a los antecesores de éstos. Nada los detiene aún porque sus referentes inmediatos siempre actuaron del mismo modo, siempre actúan así: denigrándolas, acusándolas, menospreciándolas. Nada los detiene porque en su mundo el placer se reduce a una cuestión de dinero. Nada los detiene ni los detendrá nunca si sus líderes pretenden ser machos cabríos, dominantes y posesivos, que hacen alarde de su poder insultándolas, exponiéndolas, señalándolas; o las destruyen en público confinándolas a las tareas del hogar o condenándolas por siempre a hablar a solas con un espejo mientras sostienen en su mano una polvera y un labial.

Miles de voces se levantan diciendo ¡Ni una menos!, y su protesta se oye desde Buenos Aires hasta Ciudad Juárez, desde Santiago hasta Sao Paulo, desde Quito hasta Tenancingo, desde Bogotá hasta Lima y de allí a Sonora, a Montañita o Madrid, pero nada los frena por ahora porque ellos han aprendido que una falda corta es una incitación a tener sexo, y un escote es una invitación a ser tocadas; porque siempre han escuchado que un rostro bonito es tan solo un rostro, y un cuerpo escultural es solo un cuerpo.

Nada los ha frenado nunca hasta hoy porque Mariana, María José, Lucía, Karina, Guadalupe o Dolores eran apenas nombres que se añadían a una lista para alardear con los amigos, y sus cuerpos eran tan solo cromos que se compartían entre panas, y sus caras eran solamente recuerdos difusos de una noche desquiciada, hasta que un día, uno de ellos, finalmente, reconocerá esos nombres, esos cuerpos o esas caras en la crónica roja de un diario, en el chat de amigos o en el álbum familiar de casa, y entonces escuchará por fin esas voces, ¡Ni una menos!, y comprenderá que le gritan a él.

Oscar Vela Descalzo

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MAGGIE VOLVIÓ A LA VIDA

En septiembre de 1724, ante la algarabía de un pueblo alcoholizado y sediento de muerte, la joven Maggie Dickson, una chica agraciada de clase media de la ciudad de Edimburgo fue condenada a la horca por un delito suigéneris: ocultamiento de embarazo.

Su historia plagada de desdichas había empezado cuatro años antes cuando su esposo, un comerciante de pescado, la abandonó poco después del matrimonio aduciendo que no la amaba. En esas circunstancias, con la certeza de que sería objeto de burlas y señalamientos en su ciudad natal por el abandono del marido, algo muy mal visto en aquella época, decidió buscarse la vida en algún lugar alejado de Edimburgo. Así llegó a Kelso, un pequeño poblado escocés en donde consiguió trabajó haciendo la limpieza de un hostal. En ese lugar se enamoró del joven y apuesto hijo del propietario, y meses más tarde se quedó embarazada.

Maggie se vio obligada a ocultar su estado para no perder el trabajo. Durante los primeros meses lo consiguió sin despertar sospechas, pero al entrar al séptimo mes de gestación, de forma repentina, su bebé nació muerto. La madre, destrozada, llegó hasta las riberas del río Tweed para deshacerse del cuerpo de la criatura y evitar así que se descubriera el engaño. Lloró desconsoladamente en la orilla del río durante varias horas, y cuando se disponía a dejar el cadáver del bebé, alguien la vio y la denunció a las autoridades. Apenas unas horas después había sido apresada y conducida a Edimburgo para ser juzgada.

El 2 de septiembre de 1724, en la coqueta plaza de Grassmarket, Maggie Dickson fue conducida a la horca ante una multitud que, apostada desde horas tempranas, esperaba con ansias el momento de la ejecución, una de sus diversiones predilectas. Como última voluntad el verdugo ofreció a la víctima una copa de whisky. De este modo, la sentencia se cumplió y Maggie fue ahorcada. Sin embargo, más tarde, cuando la multitud acompañaba al cortejo fúnebre hasta el cementerio, se escucharon gritos y golpes que salían del féretro. Y no se trataba precisamente de una alucinación grupal producto del abundante alcohol que habían trasegado, sino que la mujer no estaba muerta. Por alguna extraña razón, Maggie había sobrevivido a la horca.

La discusión se centró entonces en qué hacer en un caso tan extraño, ¿si debían ahorcarla otra vez como lo pedía la enorme mayoría del pueblo, o quizás merecía ser liberada tras haber demostrado que, por voluntad de Dios, no había llegado la hora de su muerte?

Al final primó la cordura por sobre las pérfidas intenciones del pueblo y ella fue perdonada aduciendo que su condena había sido cumplida con el acto del ahorcamiento aunque no se hubiera producido la muerte.

Hoy en la casa donde vivió Maggie Dickson hasta su muerte definitiva, cuarenta años más tarde, justamente frente al lugar en que se llevó a cabo su ejecución fallida en la plaza Grassmarket, existe una taberna que lleva su nombre y que recoge su extraña historia.

Oscar Vela Descalzo

 

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